El matrinomio Vilsmaier-Vávrová dirige esta triste historia, en la que los datos particulares son inventados, pero podrían ser ciertos: hubo un último tren con destino a Auschwitz. La película sigue el canon de títulos anteriores: dentro de la masa de hombres y mujeres de todas las edades, cruelmente hacinados en vagones de ganado, destacan unos cuantos personajes que van a llevar el peso de la narración: un médico, un ex boxeador, un viejo artista de variedades, una niña. También se muestran diversas actitudes: unas son generosas, otras egoístas; unas resignadas, otras desesperadas. El relato de este espantoso viaje de seis días de duración, en un escenario único, se aligera con una serie de flashbacks con los recuerdos de los principales protagonistas. El espectador tendrá ocasión de sufrir, viendo sufrir; de sonreír en algunos momentos; de desesperarse o de abrirse a la esperanza y a la trascendencia.
No es la primera película, y no creo que vaya a ser la última, sobre las crueldades nazis, los campos de concentración y el holocausto judío. El último tren a Auschwitz tiene el mérito, como en su día se dijo de Stalingrado, del propio Vilsmaier, y de El hundimiento, de Olivier Hirschbiegel, de ser una realización alemana. Pero el sufrimiento mostrado, el recuerdo de aquellos horrores y la invitación a reflexionar sobre ellos no hacen de esta cinta una gran película.
En El último tren las intenciones superan los logros. El guión es excesivamente tópico; los personajes, planos; la duración, excesiva; el ritmo, lentísimo; y el viaje desconcierta continuamente, a base de jugar con el tiempo hasta rozar el sinsentido. Además, hay detalles de mala realización, especialmente la iluminación y el maquillaje, que sorprenden en un director de la calidad de Vilsmaier, y en el equipo de producción que realizó Hanussen.