Cody es un niño de ocho años, solitario e introvertido; hijo único de Kathy, madre soltera. La historia comienza con la noticia de la muerte de la hermana mayor de Kathy. Madre e hijo se desplazan para ocuparse de la casa, vaciarla, adecentarla y venderla. Esa simple tarea que ocupa el verano les cambiará la vida: al conocer a los vecinos de la difunta se conocerán mejor ellos mismos, madurarán, mejorarán.
La segunda película de Andrew Ahn (Spa Night), estadounidense de origen coreano, como sus protagonistas, es una obra sin pretensiones, pero –en su sencillez– profunda. Se acerca a la infancia con seriedad y realismo, presentando a los niños como lo que son: niños. La creación de los personajes es esmerada. Junto a Cody está su madre, una mujer reservada y, exteriormente, fuerte. Del, el vecino nonagenario, vive solo, añorando a su difunta esposa, y dedica las tardes a jugar al bingo con amigos de su edad. Hay algunos vecinos más, no tan significativos.
Con una cámara que sabe mirar pacientemente y una esmerada dirección de actores, la historia nace sola: Kathy, al mirar la casa, descubre que no sabía nada de su hermana y se da cuenta de que la juzgó mal; Cody descubre en Del la figura paterna que le falta (su madre se da cuenta de ello). Ambos aprenden a abrirse a los demás. Del, ante la inocencia del joven Cody, hará balance de su vida.
La película está llena de silencios expresivos, fluye con ritmo propio y deja que el espectador saque sus conclusiones: no ha pasado nada especial, pero sí mucho de importante. Se trata de una historia que cuenta cosas que nos interesan a todos, porque son verdad.
