Casi dos años ha tardado en estrenarse esta opera prima del joven director catalán Eduard Bosch, formado en la Universidad de Navarra y en el American Film Institute. Su tema es el terrorismo de ETA, frente al cual Bosch parte de una postura clara: «El terrorismo en el contexto democrático es un concepto pasado de moda, es algo inútil -ha señalado-. Para mí era una necesidad hablar de él. No tienes más remedio que escupirlo, decir ‘esto no tiene sentido’, y hacerlo en voz alta».
Pero un libro, un cuadro, una película se emancipan de sus creadores cuando se exponen. Arián, 20 años, apasionada como casi todos los románticos, es hija de una familia humilde de Pamplona. El padre es un autóctono que habla y siente en euskera; la madre es andaluza. Arián compatibiliza las marionetas y el arte dramático al servicio de los niños, con su pertenencia activa a la organización proetarra Jarrai. La metáfora de los hilos de la marioneta es uno de los muchos aciertos de Bosch, que quiere contarnos el viaje de Arián, un viaje con parada y fonda en el comando Nafarroa, un billete hacia la muerte.
El viaje de Arián es una película vigorosa, sobre todo en su primera parte, que tiene altísimo nivel narrativo, interpretativo, técnico. Bosch y sus guionistas urden una trama tan verosímil que sólo puede obedecer a un trabajo de documentación ponderado. Debe de ser muy complejo controlar durante hora y media un argumento tan comprometido: actuación policial, blindaje psicológico de los terroristas, relaciones con una secuestrada, tipología del asesino in fieri… Pero me parece un tanto pueril caer en concesiones a la comercialidad, como la demora documental en una secuencia de sexo, que no se justifica por mucho que el personaje de Silvia Munt sea un trasunto de La Tigresa, Idoia López Riaño, responsable directa de 23 asesinatos. Además, la película se atranca porque no atinan los guionistas en las secuencias de transición, ni acierta Bosch en la elección de los ritmos que envuelven los diálogos del viaje interno y externo de Arián.
Es difícil, eso sí, pedir más a un puñado de secuencias logradísimas, como la del instituto, la del episodio de la kale borroka o la del padre de Arián en el bar de Pamplona. Ese padre conmovedor que, recriminado por su hija, -ella piensa que hay que actuar para cambiar el estado de cosas del nacionalismo vasco-, la mira con un tono de recio amor y le dice: «Yo siempre he estado dispuesto a dar la vida por mi tierra, pero no a matar por ella».
Al menos quince películas españolas han tratado el laberinto etarra. A la espera de La voz de su amo y de Asesinato en febrero, la película de Bosch es la que más airosa e inteligentemente sale de este laberinto.