A menudo, la provocación es una cualidad del intelectual y del artista, sobre todo en épocas como ésta en que lo políticamente correcto coincide más bien poco con lo moralmente bueno. Pero, también con frecuencia, ese afán transgresor se convierte en una agresiva pose ideológica, con la que el intelectual o el artista disimulan la parcialidad de sus propuestas o su escasa hondura ética. Esa virtud y ese defecto suele padecerlos Michael Moore, popular autor satírico norteamericano, que lleva quince años mostrando su colmillo en diversos libros, en las polémicas series televisivas TV Nation y The Awful Truth, y en documentales como Roger & Me, The Big One o Bowling for Colombine.
Ahora, Michael Moore continúa su personal campaña anti-Bush en Fahrenheit 9/11, incendiario ensayo fílmico -así lo define Moore- que fue galardonado con la Palma de Oro en el Festival de Cannes 2004. Esta vez Moore cuestiona la legalidad del triunfo de Bush en las elecciones presidenciales de 2000, muestra el patético desconcierto de Bush ante la noticia del 11-S, desvela los lazos empresariales entre las familias de Bush y de Bin Laden y presenta sin tapujos la Guerra de Irak como una sangrienta cortina de humo para mantener en miedo colectivo, disimular el fracaso de la lucha contra Al Qaeda y beneficiar a los turbios entramados financieros-armamentísticos.
Al igual que en Bowling for Colombine, Moore desarrolla su duro alegato entre el humor disparatado y la catársis trágica, a través de imágenes, testimonios, chistes y pasajes creativos de alto interés periodístico, hilvanados con un montaje agilísimo y acompañados por una banda sonora de alto sentido cómico y dramático. Además, esta vez Moore aparece mucho menos en pantalla, lo que se agradece enormemente.
Sin embargo, el incendiario director de Michigan a menudo se excede en la caricatura de Bush y sus colaboradores, y recurre en la última parte del filme -sobre la guerra de Irak- a un tono sensiblero, claramente electoralista y manipulador. Esos momentos más nítidamente panfletarios siembran la duda en el espectador sobre el rigor del discurso de Moore, y sobre su objetividad. Como el suyo es fuego a discreción, hay que conocer muy bien la sociedad y la política estadounidenses para poder cuestionarle. Pero, por ejemplo, sorprende que en su proclama sobre Arabia Saudí, Irak y la política de Estados Unidos en Oriente Medio no cite ni una sola vez las presiones de Israel. ¿Será porque los productores ejecutivos de la película son los hermanos hebreos Harvey y Bob Weinstein, todopoderosos presidentes de Miramax?
Esa es la típica pregunta capciosa, y quizá injusta, que Moore se haría inmediatamente si fuera otro el autor del filme. Y, desde luego, confirma que Moore no es un documentalista imparcial, de los que buscan una visión completa y ponderada de una realidad; se trata más bien de un opinador político, que emplea el cine con el mismo talento, el mismo descaro y la misma subjetividad que emplea un programa de televisión, un libro o las columnas de un diario. «No entiendo la palabra documental -ha reconocido el propio Moore-. Lo que hago es no ficción, ensayos, como esos libros que no son novelas. Mi periodismo es como las páginas de opinión de los periódicos: los hechos más mi punto de vista. Por ejemplo, cuando digo que los Bush tienen negocios con Arabia Saudí, eso es un hecho. Y cuando digo que deberían investigar esos negocios, es una opinión». Es posible, pues, admirar la capacidad de Moore como articulista fílmico y reconocer sus graves limitaciones como documentalista.
Jerónimo José Martín