Una estación de tren vacía, unos paneles, los fascinantes juegos de luces, contraluces y sombras de la fotografía de Vittorio Storaro, un centenar de grandes artistas que sacan a la luz sus sentimientos más íntimos, un sonido purísimo y una cámara ágil y curiosa… Estos son los ingredientes de esta singular exposición fílmica -por llamarla de alguna manera- con la que Carlos Saura ha intentado asir, sin didactismos ni retóricas vacías, el alma del flamenco en todas sus facetas: música, cante y baile.
El veterano cineasta español ya se había aproximado al mundo del flamenco en Bodas de sangre, Carmen y Sevillanas. Pero ahora lleva su análisis mucho más lejos. Ha pretendido llegar a la esencia de los principales palos o modalidades de este arte ancestral y ecléctico. De modo que ha reducido y estilizado al máximo el artificio cinematográfico, para no entorpecer con él la plena expresividad y pureza de los artistas, objetivo primordial de su cámara.
En la película no hay argumento, sino argumentos: los que da cada artista con su actuación. Y tanto los decorados -de una abstracción simplicísima- como la iluminación -más rica en simbolismos naturalistas- buscan sobre todo crear el mejor espacio escénico y plástico para cada artista, según sus propias singularidades. A esto sólo se añade un orden de exposición de los veinte retablos y un montaje muy variado -estático a ratos, con más carga dramática otras veces-, que subrayan el carácter ritual del flamenco.
No hay más. Pero con eso Saura consigue los objetivos de este singular ensayo fílmico -necesariamente parcial y discutible- en el que despoja al flamenco de todos sus tópicos abalorios y farolillos. Pienso que incluso al profano le costará contener la emoción en esos cinco o seis instantes mágicos -el grito inicial de la Paquera de Jerez, el doble martinete de Agujeta y Moneo, la petenera de José Menese, el espeluznante mano a mano entre Farruco y su nieto Farruquito, el precioso villancico coral…-en que la película logra atrapar en sus imágenes palpitantes jirones de vida y de Arte, con mayúscula.
Jerónimo José Martín