Tres años después de ganar el León de Oro en Venecia con Sacro GRA, el italiano Gianfranco Rosi ha conseguido el Oso de Oro con otro singular y algo tedioso documental de creación. En esta ocasión pone en su punto de mira la tragedia de los inmigrantes que llegan a la isla de Lampedusa desde África, varios cientos de miles de personas, y de los más de 25.000 que han muerto en el intento.
El mérito de Rosi es incrustar esta realidad en la cotidianeidad de los habitantes de Lampedusa, un elemento más del paisaje social, como si hubiera formado parte desde siempre de su idiosincrasia ancestral.
La idea es seguir lacónicamente a un chaval y su entorno familiar, los ratos libres jugando con el tirachinas, el acostumbramiento a los vaivenes del mar y los posibles mareos, sus idas a la escuela, el descubrimiento de que tiene un ojo vago con el que apenas ve, y que deviene, tal vez, en subtexto de las tragedias que no vemos, o a las que nos acostumbramos con indiferencia.
Con imágenes sobrias, bellas pero no preciosistas, se combina la peripecia del niño con el testimonio de un médico que atiende a los recién llegados a la isla, y explica que, a pesar de los años, no se acostumbra al horror. Un horror que vemos a través de personas con las que no llegamos a familiarizarnos, y que seguimos en los controles sanitarios y en los momentos de espera; y, sobre todo, en las duras escenas donde están enfermos o hacinados en un barco, aunque lo peor es ver los cadáveres de los que ya no volverán a gozar de la luz del sol.
Quizá la gran paradoja del film, que invita a pensar, estriba en la falta de emoción: ¿estamos los espectadores demasiado narcotizados con estúpidas sensiblerías e imágenes de telediarios que nos hacen olvidar la realidad del dolor concreto de cada individuo?
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