Hace muchos siglos las fuerzas de la luz y las de la oscuridad se enfrentaban en una cruel batalla que no parecía tener fin. Un día los líderes decidieron detener la carnicería y declarar una tregua. Desde entonces los ejércitos velan para que el equilibrio no se rompa.
El prólogo de la película Guardianes de la noche vuelve a ser utilizado, más breve que entonces, en la segunda entrega de la saga basada en las novelas de Sergei Lukyanenko. La nueva película continúa donde se detuvo la primera y hay que decir que pocas veces una segunda parte ha sido tan dependiente de la primera: el espectador lucha por recordar detalles de aquella cinta que aporten algo de claridad a una historia que parece ir a la deriva, con unas claves confusas.
No cabe duda de que el antes soviético y ahora kazajo Timur Bekmambetov (Atyrau, 1961) tiene un destacado talento visual. El éxito de Guardianes de la noche le ha procurado más dinero del que nunca soñó (la cinta costó 4 millones de dólares e ingresó 34), y se ha animado a repetir. Pero mucho me temo que el exceso de recursos le ha hecho olvidar que tenía que contar una historia y no limitarse a acumular elaboradas imágenes. Es muy posible también que la segunda novela sea la más floja de la trilogía, y es seguro –me lo ha dicho un ruso– que hay muchos juegos de palabras y situaciones de doble sentido que son divertidas alusiones políticas y sociales que los occidentales no captamos.
Como espectador de esta segunda parte sólo puedo decir que es muy larga y que se hace muy pesada, aunque –repito– sea visualmente poderosa.