Hara-kiri, ambientada en el Japón del siglo XVII, cuenta la historia de Hanshiro, un samurái empobrecido, que llega a la residencia del poderoso clan Li y pide permiso para poner fin a su vida de un modo honorable, mediante el harakiri, en su patio. Antes de permitírselo, para que se lo piense mejor, el señor le cuenta la triste historia de Motome, un joven que poco antes también llamó a su puerta con la misma petición; como sospechaban que podía ser un truco para hacer chantaje emocional, una forma de mendicidad, le obligaron a inmolarse.
Hara-kiri es la mejor obra de Takashi Miike (13 asesinos), que sorprende por alejarse de su violento registro habitual. La película tiene una calidez humana, una profundidad y una solidez conmovedoras; recuerda el caso de Yôji Yamada, que de improviso dio un giro con El ocaso del samurái, obra profunda y emotiva.
El tema es muy del gusto japonés; en efecto, ya hace cincuenta años, Kobayashi rodó Seppuku, que contaba una historia semejante: el samurái en tiempos de paz, el sentido del honor, la familia, la venganza. En Hara-kiri, todos esos elementos se conjuntan en una trágica historia narrada según el canon griego, con unidad de acción y tiempo, iniciando el relato por la mitad, recordando cómo empezó todo, dejando que el hado fuerce el inevitable desenlace, con dominio absoluto de lo verbal, y del flashback, que se adapta al punto de vista de cada narrador.
Destacaría, frente a las obras mencionadas, tres detalles. En primer lugar, el frío y descarnado realismo: hay emociones, el honor es sagrado, pero todo es incómodo, no hay momentos placenteros. Segundo, siempre es invierno en esta historia, tal vez pensando en Ricardo III de Shakespeare, o porque la nieve agudiza los problemas en casa del pobre; al final, el guerrero dirá que lleva toda la vida esperando la primavera, la mejora de su condición, que nunca llega. Finalmente, el desequilibrio: las diversas partes de la narración tienen pesos muy distintos, y ello, a pesar de la calidad de la realización, pasa factura.
Un relato bello y conmovedor, magníficamente filmado e interpretado, que invita al espectador a cuestionarse el buen sentido del código samurái seguido a rajatabla, a la vez que le provoca una pequeña catarsis.