No es fácil encontrar en el cine de los últimos años películas que afronten específicamente el trabajo de las ONG. De hecho, quizá el único título más o menos reciente que las trata de lleno sea La Ciudad de la Alegría, de Roland Joffé, basada en la obra de Dominique Lapierre. Lo normal es que aparezca de vez en cuando algún personaje secundario vinculado a una organización de ese estilo en films de contenido social -por ejemplo, Lamérica, de Gianni Amelio, o Pena de muerte, de Tim Robbins-, o sobre temas ecológicos -como Búho Gris, de Richard Attenborough-, o centrados en algún conflicto armado reciente, como Grita libertad, también de Attenborough, u Hombres armados, de John Sayles.
Sorprende esta escasez de películas, sobre todo teniendo en cuenta el actual auge del cine social en todo el mundo. Una explicación podría ser que la mayoría de los directores que hacen ese cine social han sido formados en el marxismo y, a pesar del evidente proceso de desideologización que han asumido tras la caída del comunismo en el Este de Europa, siguen teniendo recelo hacia la iniciativa social organizada, impulsada a menudo por instituciones religiosas de todo tipo o civiles no necesariamente de izquierdas. Por eso, sus películas insisten más en la mejora de las instituciones públicas o, como mucho, en la iniciativa social personal o familiar.
Un ejemplo especialmente claro de lo dicho es Hoy empieza todo, la última película de Bertrand Tavernier (La vida y nada más, Daddy Nostalgie, Ley 627, La carnaza, Capitán Conan), al que pude entrevistar durante el último Festival de San Sebastián, donde presidió el Jurado Oficial. Tras afrontar los géneros más variados, el veterano crítico, ensayista y cineasta francés sienta cátedra en ese renovado cine social con esta pequeña obra maestra, galardonada en el Festival de Berlín 1999 con el Premio de la Crítica y una Mención de Honor del Jurado, y en San Sebastián con el Premio del Público.
Un profesor contra el sistema
Tavernier retrata en ella el heroico día a día de Daniel (Philippe Torreton), de 40 años, profesor y director de una escuela infantil en un pueblo francés. Frente a la desidia de las autoridades académicas y políticas -de variados pelajes ideológicos-, Daniel lucha a brazo partido por mejorar el nivel de la enseñanza y por involucrar en ella a los padres de los niños, muchos de los cuales sufren todo tipo de lacras sociales.
Con gran agilidad narrativa, una incisiva capacidad de instrospección y hasta sugestivos contrapuntos poéticos, el guión repasa muchos de los problemas a los que se enfrenta hoy día la sociedad francesa y, por extensión, todas las sociedades occidentales: insolidaridad, desempleo, bolsas de pobreza en medio de la opulencia, drogas, alcoholismo, rupturas familiares. Y, frente a este panorama aparentemente desolador, Tavernier sortea el pesimismo insistiendo en la radical capacidad de transformación que sigue teniendo la iniciativa personal, familiar y social.
Así, Tavernier transforma su película en un sugestivo programa de acción social. En este sentido, destaca sobre todo su constatación del descrédito y la inoperancia de muchos partidos políticos y sindicatos en el mundo occidental, causa directa de la crisis de las instituciones sociales públicas e indirecta quizá del auge de las ONG.
Radiografía social
Coherente con esa visión, la película indaga también en las potencialidades de la propia familia como agente social, sobre todo en su apoyo a los educadores. Cuando le pregunté por el papel que asignaba a la familia en la renovación social, me contestó: «Mi película plantea la necesidad de rehacer el núcleo familiar, porque las familias sufren muchísimo con el desempleo y con otros muchos factores desestabilizadores. Por eso muestro cómo el trabajo del profesor en el colegio queda muchas veces difuminado cuando sus alumnos llegan a casa y nadie vigila lo que leen, lo que comen, nadie les ayuda a hacer los deberes escolares… Desgraciadamente, en muchos casos se estropea en las familias lo que ha logrado el profesor».
Tavernier da vida a toda esta rica proposición a través de una agitada puesta en escena realista, cuyo despliegue de autenticidad e inmediatez se basa -como él mismo me señalaba- en «una construcción dramática muy abierta, que incluso se ha ido modificando mucho durante el rodaje y el montaje». Esto explica también la vibración emotiva que alcanzan las interpretaciones, tanto de los numerosos actores ocasionales como de los actores profesionales, sobre todo Philippe Torreton.
Desde luego, tras ver Hoy empieza todo, queda claro que -como afirmaba Win Wenders- «el cine puede cambiar nuestra mirada sobre el mundo para así intentar transformarlo».