No son pocos los críticos que otorgan a Lee, el realizador de 61 años nacido en Atlanta pero criado en Brooklyn, la condición de gran cineasta. Yo no soy uno de ellos. Me convencen pocos títulos de su filmografía abundante. En el asunto tiene mucho que ver la legítima y comprensible postura combativa de Lee en asuntos de discriminación racial de la que han sido víctimas muchos norteamericanos de raza negra.
En esta película, Premio Especial del Jurado en el pasado Festival de Cannes, Lee evita las peroratas didácticas y el formato fílmico “cóctel molotov” y adopta un tono displicente-socarrón muy logrado para contar una buena historia. Se basa en un libro de memorias de Ron Stallworth, primer policía negro de Colorado Springs.
En los años setenta, en un momento álgido de la lucha por los derechos civiles, Stallworth (muy bien interpretado por John David Washington, hijo de Denzel, actor de cabecera de Lee) trabaja con entrega y determinación para hacer bien su trabajo, sufriendo humillaciones y desaires de algunos compañeros. Incluso acepta investigar posibles conductas violentas en movimientos que defienden los derechos de las personas de su raza.
Cuando Stallworth decide, por su cuenta, llamar por teléfono a un supremacista haciéndose pasar por racista, recibe una invitación para contactar personalmente. Y claro, eso le obliga a pedir ayuda a un compañero detective de color blanco, Flip Zimmerman (otro gran trabajo de Adam Driver).
El retrato de los ambientes del Ku Klux Klan es inteligente: tipos fanatizados, patanes sin cultura, odiadores profesionales. Aunque la película tiene un metraje abrumador, se sigue con interés y el ritmo no decae. La coda final es un recordatorio en formato documental de que el fanatismo sigue vivo.