El abrumador metraje de la penúltima película del documentalista norteamericano de 81 años es fruto de cientos de horas de grabación durante nueve meses en el Ballet de la Ópera de París. Es conocido el modus operandi de Wiseman: se basa en un sistema cumulativo de imágenes y sonido directo registrados sin guión previo en un entorno profesional bien definido (un hospital, un gimnasio, una tienda), que monta a la postre según criterios no necesariamente cronológicos. Esto proporciona algunos momentos de gran belleza que acercan al neófito a un mundo mucho más técnico de lo que cabría pensar.
Wiseman, que en 1995 ya hizo un documental llamado Ballet, muestra cómo la precisión de la danza es en gran medida fruto de la repetición y de un código técnico donde los coreógrafos son amos y señores de unos bailarines que, en algunos momentos pueden parecer títeres, como si tuvieran prohibido el intercambio de ideas con quienes les dirigen. De alguna manera, Wiseman monta las imágenes con una intención clara de desmitificar, de alejar al espectador de una visión irreal del ballet como resultado de la inspiración. Es como si dijera: la inspiración siempre llega trabajando y es el resultado del entrenamiento insistente, también en el caso de primeras figuras como Laëtitia Pujol, que entró como alumna del Ballet de la Ópera de París en 1992, a sus 18 años, y logró el estatus de étoile un decenio después.
Pero Wiseman podía haberlo contado en 60 minutos de forma infinitamente más amena, obviando unas reiteraciones que, a ratos, resultan agotadoras. Cuando llega el momento de ver los resultados, las cuatro obras del repertorio, Wiseman nos da muy poco. Con todo, gustará a los amantes del ballet y seguramente resultará útil a los que lo practican profesionalmente.