Cuando una realidad es tan abrumadoramente injusta, la comedia, la sátira e incluso el esperpento pueden ser la manera de afrontarla en un relato.
El cómic francés que esta película adapta es una farsa desatada en la que todo lo que se cuenta es, por desgracia, real. Uno de los tiranos más sanguinarios de la historia muere inesperadamente el 5 de marzo de 1953 en la dacha en la que vivía desde hacía 20 años.
Y el terror delirante, la persecución maniaco-compulsiva, el desprecio por la vida y la justicia, con que Stalin y su camarilla han dirigido un inmenso país (la URSS) y con el que han metido la mano en todo el mundo de la posguerra mundial se apodera de la escena. Sus colaboradores más cercanos sorprendidos por una muerte no programada, conspiran para hacerse con el poder y guardar la noticia de la muerte para darla de la forma que más convenga.
Malenkov, Jrushchov, Beria, Molotov, Mikoyan, Bulganin, Svetlana –la hija de Stalin– son los protagonistas de la película del escocés Armando Iannucci (In the Loop), que cuenta con un grupo de actores conocidos que logran imprimir el tono disparatado a una situación demencial, de teatro del absurdo.
Como en casi todos los esperpentos, hay algún momento chusco y situaciones que pueden cansar por su histrionismo: se hacen largos los 106 minutos que debieran ser 90. Pero la película es valiosa, tiene chispa y talento, ayuda a conocer una historia terrible.
Cuando se ha cumplido un siglo de una revolución que postuló la necesidad de una dictadura transitoria –un mal menor–, es aterrador rememorar que se prolongó setenta años, guiada por el mantra: “todo por el pueblo, sin el pueblo”, o mejor: liquidando a los millones que no encajan en el modelo de pueblo de unos iluminados dogmáticos. La purga, el terror, la reeducación, el neolenguaje, la nueva moral: hacer esclavos sumisos, tanto o más que en los peores momentos del peor zarismo.
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