En los años 30 y 40 dirige el orfanato de St. Clouds, en Maine, el simpático y comprensivo doctor Larch (Michael Caine), cuya consigna es: «Sé útil». A él acuden jóvenes embarazadas, que dejan a su hijo para una futura adopción o, simplemente, abortan, aunque esto último es todavía ilegal. Homer Wells (Tobey Maguire) nació en St. Clouds y, tras fallidos intentos de adopción, allí creció como el hijo que el doctor Larch nunca tuvo. En 1943, Homer trabaja como segundo médico del orfanato, aun sin titulación alguna, poniendo en práctica lo que le ha enseñado el Dr. Larch. Homer se dedica a los partos y, a pesar de la presión de su mentor, se niega a practicar abortos. Un día, contra la voluntad de Larch –quien querría que fuera su sucesor–, decide salir del orfanato y ver mundo. Marcha así con Candy y Wally, jóvenes novios que han frustrado el embarazo no deseado de la joven ante la movilización de Wally hacia los frentes de la II Guerra Mundial. Homer trabajará como recolector de manzanas en la gran finca de la familia de Candy, vivirá con ella un intenso romance e intimará con los temporeros, negros y analfabetos. Uno de ellos deja embarazada a su propia hija, y será el propio Homer quien practique el aborto. Finalmente vuelve a St. Clouds como sucesor del Dr. Larch.
Del iconoclasta escritor norteamericano John Irving ya se habían llevado al cine tres novelas: El mundo según Garp, El hotel New Hampshire y Oración por Owen. Pero, como ha reconocido el propio Irving, ha sido Las normas de la casa de la sidra –adaptación de su novela Príncipes de Maine, Reyes de Nueva Inglaterra– la película en la que se ha comprometido más: impulsó el proyecto, escribió el guion e impuso su presencia en el rodaje. Por eso la película conserva plenamente el mensaje proabortista y el fondo hedonista y permisivo de la novela.
«Elegí Maine porque es el primer Estado donde se prohibió el aborto», ha reconocido Irving. Y, en orden a su objetivo, muestra varios de los típicos casos extremos invocados habitualmente por los defensores del aborto: pobres chicas, embarazadas y sin recursos, a las que hay que ayudar. Pero Irving no se planta ahí; según él, todas las normas pueden y deben romperse, dependiendo de las circunstancias. Y, ya puesto, con su particular sentido del humor, no duda en cargar la mano: el doctor Larch es adicto al éter y muere por sobredosis; aprovechando la ausencia de Wally, Homer se acuesta con la rica Candy, cuya decisión de abortar no se ajusta precisamente a los casos extremos antes citados; Homer se convierte finalmente en el doctor Wells gracias a unos diplomas falsos; y así progresivamente, incluso respecto al incesto, que, aunque no es aprobado, es mostrado con comprensión.
Tras diversos ensayos, la dirección de la película fue confiada al sueco Lasse Hallström (Mi vida como un perro, Querido intruso, ¿A quién ama Gilbert Grape?, Algo de que hablar), que ha realizado una labor notable, que le ha valido siete candidaturas a los Oscars, incluidas las correspondientes a mejor película, actor secundario (Michael Caine) y guion adaptado. Sin embargo, su puesta en escena, la fotografía, la bella música se ponen al servicio del mensaje panfletario de la novela. De hecho, el tema más interesante y mejor enfocado del relato –los dramas íntimos de los niños huérfanos– sólo se esboza, sacrificado en aras del discurso proabortista; o mejor, utilizado como tapadera humanitaria y sensiblera. Por eso, las emotivas secuencias de amistad y solidaridad infantil suenan a recurso efectista y melodramático, a falsaria manipulación del dolor.