El estado de Tejas es conocido como Lone Star, la estrella solitaria. Allí, en un terreno propiedad del ejército, se descubre otra estrella, polvorienta y herrumbrosa; y junto a ella, el esqueleto del hombre al que perteneció: un sheriff corrupto de los años 50 que, según la leyenda local, fue expulsado por su ayudante Buddy, que le sucedió en el puesto transformado en héroe. Ahora Sam, hijo de Buddy y actual sheriff, descubre numerosos datos que cuestionan la historia tal y como ha sido popularmente conocida.
John Sayles, autor de las recientes Passion Fish y El secreto de la isla de las focas, escribe, monta y dirige su último film de un modo que roza la perfección. Dota a su historia de un magnífico hilo conductor -la investigación policial-, y alrededor de él trenza los avatares de un puñado de personajes de raíces anglosajonas, hispanas y afroamericanas, plenos de humanidad. El resultado es un rico tapiz, la imagen detenida de un momento de la historia tejana, donde se dibujan algunas de sus constantes que miran al pasado, presente y futuro: la leyenda omnipresente y su relación con la historia -recordemos que Tejas nace en El Álamo-, la mezcla de razas y su difícil convivencia, los inmigrantes ilegales del otro lado del río Grande, la hasta hace poco habitual ley del más fuerte. Todo ello se aborda no de modo pesadamente didáctico, sino con personas de carne y hueso, vulnerables, de cuyas relaciones -padre-hijo, hombre-mujer, patrón-empleado, amigos- emergen, con naturalidad, estas cuestiones. Sayles sabe guardar sus cartas para mostrarlas sólo en el momento preciso, aunque en su envite final saca una ambigua inmoralidad teñida de fatalismo.
Si el guión es modélico, lo mismo cabe decir de la puesta en escena, que en ningún momento embarulla la narración. Las transiciones del presente al pasado, resueltas en el mismo plano, traslucen una elegancia pocas veces vista en el flash-back. Las idas y venidas a uno y otro personaje nunca pecan de artificiosas. El reparto, plagado de magníficos actores, poco conocidos en su mayoría, ayuda a dar a la historia un adecuado tono de normalidad que, asombrosamente, casa bien con el extraordinario hallazgo que la desencadena.
José María Aresté