Pedro Almodóvar estrena su decimoséptimo largometraje, el más costoso -doce millones de euros- y cuyo rodaje ha sido el más dilatado de su carrera -quince semanas en Madrid y Lanzarote-. Sin embargo, no estamos ante su mejor película, aunque se trata de una cinta estimable.
La historia transcurre en dos tiempos distintos de la vida de Mateo Blanco, un director de cine: la actualidad y los años noventa. En la actualidad es un hombre ciego que escribe guiones con el pseudónimo de Harry Caine; en el pasado, un director que rueda una comedia protagonizada por el amor de su vida, la actriz y prostituta ocasional Lena. Siempre a su lado, Judith, su directora de producción, un ángel de la guarda incondicional. Como antagonista, Ernesto Martel, un empresario metido a productor que ama a la misma mujer que el cineasta, a la atractiva y fatal Lena. En torno a este conflicto de pasiones, Almodóvar teje un entramado de desamores, celos, secretos, rencores, que desembocan en una tragedia no cerrada a la esperanza.
Almodóvar abandona su tradicional desinterés por los personajes masculinos y encara una historia que tiene en los varones gran parte de su peso dramático. Como siempre ocurre en las películas del director manchego, existen varios niveles de lectura o núcleos en torno a los cuales giran las tramas. Uno de ellos, quizá el principal, es metalingüístico: el cine entendido como catarsis o redención. El personaje de Mateo, ciego y deprimido por un pasado trágico, encuentra en la creación cinematográfica -especialmente en la sala de montaje- la posibilidad de cerrar heridas abiertas y superar un pasado trágico: “Aunque no vea, las películas tienen que estar bien terminadas”, sentencia el protagonista. Además, Almodóvar hace un homenaje a su propio cine, a la comedia disparatada que le hizo famoso, en la parte final, cuando vemos la película que ha rodado Mateo. Para muchos espectadores será, sin duda, lo mejor del film.
Por otra parte, Almodóvar vuelva a tocar la cuestión del padre ausente. El momento más sobrecogedor del film es el que nos muestra al padre de Lena, en fase de cáncer terminal. Pero la búsqueda inconclusa del padre de Todo sobre mi madre culmina aquí con éxito, recomponiéndose un vínculo padre-hijo, aunque por supuesto sigue ausente un modelo de familia válido. Como siempre, los personajes de Almodóvar están solteros o divorciados o mantienen relaciones atípicas (en este caso, por ejemplo, Judith cuenta cómo tuvo un amante gay, Mateo se acuesta con una mujer sólo porque le ha ayudado a cruzar la calle, o el hijo de Martel está enamorado de Mateo, que además le dobla la edad).
Y es que el tema almodovariano del amor y el deseo vuelve a estar presente en la película. Esta declina varios tipos de amor: el posesivo, que es enfermizo y destructivo y que encarna Martel; el amor de madre soltera -o sea el amor que se tiene en exclusiva, no compartido-, que siempre es el amor preferido de Almodóvar, y el más duradero, que en el film representa Judith, y el amor de la pasión que une a Mateo con Lena, que representa el objeto del deseo. Lena recuerda a muchos personajes de películas como el que la propia Penélope Cruz encarnó en Elegy, o tantas mujeres que se debaten entre el amor obsesivo de un hombre poderoso y el amor sincero de un perdedor (Moulin Rouge, Titanic, La niña de tus ojos…)
Un tema que nunca había estado demasiado presente en el cine de Almodóvar y que apareció en Volver y ahora toma fuerza, es el de la conciencia de culpa. Al igual que Woody Allen al llegar a su madurez, aparece en el cine del manchego el peso del mal pretérito en la conciencia del presente. Judith está aplastada por un secreto culpable, y en menor medida, también el hijo de Martel. Pero los agraviados saben perdonar, y en ese sentido, el tono del film, a pesar de sus tintes trágicos, no es negativo, ni cargado de rencor hacia la vida, sino que la última palabra la tiene en cierto modo la alegría de estar vivos y la superación de los errores del pasado.
La interpretación es buena, y sorprende un Lluís Homar convertido en “actor de Almodóvar”. Penélope trabaja muy bien y es objeto de los mejores oficios de fotografía, vestuario y maquillaje. Igualmente brillantes están Blanca Portillo y José Luis Gómez, así como los más jóvenes Rubén Ochandiano y Tamar Novas.
Decíamos al principio que, a pesar de todo, estamos ante una película menor de Almodóvar, menos rica en el desarrollo de los temas, más irregular en el ritmo y en la fuerza de la puesta en escena, y mucho más errática en sus propuestas, menos fuertes y nítidas que las anteriores. Incluso hay decisiones de guión que no se entienden, como el encuentro inicial entre Mateo y el personaje que interpreta la modelo de Kira Miro, que da unas pistas falsas y muy marcadas sobre Mateo, pistas que luego no son coherentes con el personaje.
En Los abrazos rotos se ve puntualmente el brillo de su autor, pero este no consigue hacer que el film fluya por los cauces del talento que ha demostrado en algunas de sus películas.