Después de colaborar con Wayne Wang en Smoke y Blue in the Face, el famoso escritor norteamericano Paul Auster afronta en solitario la escritura y la dirección cinematográficas en la singular Lulu on the Bridge. El mejor modo de vencer la perplejidad que puede provocar su visión es leer el guión comentado, publicado por Anagrama. Esto quizá sea una señal del excesivo hermetismo del argumento. Pero también podría ser un indicio de que Auster afronta el cine con la misma compleja riqueza de su obra literaria, que exige del lector-espectador un cierto esfuerzo intelectual.
Vagamente inspirado en las obras teatrales El espíritu de la tierra y La caja de Pandora, de Frank Wedekind -en las que el escritor alemán perfiló el modelo femenino de Lulú-, el guión sigue los pasos de Izzi, un maduro saxofonista de jazz que malvive de club en club. Una noche, Izzy recibe el disparo de un loco. Salva la vida, pero pierde un pulmón, lo que le impide seguir tocando el saxo, la única razón de ser de su mediocre existencia. En plena desesperación, encuentra a un hombre muerto en la calle y le roba su maleta. Dentro de ella descubre un número de teléfono y una piedra misteriosa que se transforma con la oscuridad en una vigorosa fuente de felicidad. A través del número de teléfono, Izzy conoce a Celia, una joven actriz en paro con la que vive un intenso romance. Las cosas marchan muy bien hasta que Izzy es secuestrado por una oscura organización que quiere la piedra mágica…
Narrado así, podría parecer un extraño especimen de film negro con subtrama romántico-mágica. Sin embargo, en los dos últimos minutos, la historia da un sorprendente giro radical, que desbarata esa calificación. En realidad, Auster traduce en imágenes su idea de que «la metáfora puede ser la mejor forma de alcanzar la realidad», y la completa con la declaración de Peter Brook a favor de una combinación de «la inmediatez de lo cotidiano con el distanciamiento del mito», que permita conmoverse y asombrarse a la vez. Por tanto, tras ver la película, uno puede dedicarse a encontrar posibles lecturas a la trama. Pero, durante su visión, el espectador poco avisado puede sentirse perdido con tanta indefinición narrativa, sólo paliada por las excelentes interpretaciones, una planificación correcta, una sugerente fotografía y la bella partitura de Graeme Revell.
Sea esto un defecto o una inteligente apelación a la imaginación del espectador, lo que queda claro es que el detonante de la redención de Izzy es un «amor todopoderoso -por usar las palabras de Auster-, tan grande que está dispuesto a morir por él», y que le permite entender que «no te adueñas de ti mismo hasta que estás deseando entregarte; que no llegas a ser lo que eres hasta que eres capaz de amar a otro».
Jerónimo José Martín