El berlinés Ernst Lubitsch (1892-1947) dirige con mano maestra esta comedia romántica estrenada en octubre de 1939, que usa una trama satírica de tinte político para poner en solfa el comunismo (al nazismo le tocó en 1942, en la espléndida Ser o no ser). La comisaria soviética Ninotchka viaja a París para comprobar por qué tres camaradas enviados antes que ella no cumplen la misión de vender un collar.
Ninotchka solo podía ser Garbo, y Greta demuestra por qué no dicen ninguna tontería los que la postulan como uno de los rostros femeninos más cautivadores del cine (en buena medida gracias a William H. Daniels, su director de fotografía predilecto, que la retrató nada menos que en 21 películas entre 1926 y 1939).
La cinta, penúltima de la actriz sueca, que se retiró con 35 años para nunca más acercarse a una película, se promocionó con el célebre lema “La Garbo ríe” y verdaderamente es un espectáculo verla chispeante, enamorada como una colegiala del siempre distinguido Melvyn Douglas y del denostado estilo de vida occidental, representado en un ridículo sombrerito que parece la chimenea de una central térmica un poco ladeada.
Lubitsch nunca perdió su condición de comediante costumbrista netamente europeo. Su célebre toque, o vuelta de tuerca, como prefieran, tiene mucho que ver con la desbordante creatividad de situaciones dramáticas o de alta comedia que florece en la Centroeuropa de entreguerras: son autores con una enorme calidad de escritura. Consiste ese toque Lubitsch en una delicada y airosa capacidad de sugerir lo que no se muestra, con un juego brillante y divertido de connotaciones, de connivencia conspiratoria entre el guionista y el espectador, de reiteraciones sutiles hilvanadas con unos diálogos de una perfección difícil de igualar (“me encantan sus planes quinquenales de 15 años”, dice el Conde d’Algou a los tres desconfiados delegados que vienen a vender un collar robado, perdón, expropiado). Lubitsch y sus guionistas son muy grandes e inteligentes, porque sin cinismo se ríen amablemente de unos y de otros: si son ridículos los comunistas, no lo son menos la Gran Duquesa y su corte ostentosa.
En esta película hay un ejemplo magistral del estilo Lubitsch en las dos secuencias concatenadas de la suite del hotel parisino de lujo: primero, la opípara cena de los tres delegados bolcheviques, cuyo entusiasmo escuchamos desde el pasillo, delante de la puerta por la que van entrando camareros con champagne y varias pizpiretas cigarreras; más adelante, llega la comisaria para pedirles cuentas y solicita tabaco, que le traen, para vergüenza de los delegados aburguesados, las tres entusiastas cigarreras.