La aventura de Promises arranca en 1995, cuando Justine Shapiro y B.Z. Goldberg, dos documentalistas norteamericanos, y el montador mexicano Carlos Bolado (Amores perros) deciden rodar un largo que cuente la vida y las opiniones de varios niños que se comen a diario el enconado conflicto árabe-israelí. Goldberg, un judío que pasó su infancia en Jerusalén, actúa como conductor de los testimonios de los siete niños de entre 9 y 13 años que intervienen en la película, rodada entre 1997 y 2000, y montada en 2001. La alineación infantil la conforman, por el lado judío, un alumno de una escuela bíblica de Jerusalén, un pequeño colono del Likud que vive en un asentamiento fortificado y dos gemelos de formación laica que viven en Jerusalén y son entusiastas del voleibol. Por el lado palestino, hay una guapísima y danzarina cría de grandes ojos negros, hija de un periodista encarcelado; un musulmán y ferviente admirador de Hamás, y un palestino laico pelirrojo de ojos verdes que rezuma odio contra Israel.
Tiene Promises la fuerza arrolladora de un reportaje sobrio en fondo y forma, con un ritmo vivo cuya terquedad reiterativa refleja eficazmente lo que maman los niños en una tierra largamente disputada. Niños incapaces de sustraerse a los efectos de una situación que no permite neutralidades o evasiones, con autobuses que vuelan por los aires, niños que tiran piedras a los soldados, registros, check-points, confinamiento, odio, rencor y entierros un día sí y el otro también.
Es conmovedora la terrible belleza de esas ingenuas peroratas infantiles, de esos cuerpecillos breves colonizados por un espanto cotidiano que tiene hueco en el horario como las matemáticas o el deporte. Sin cargar tintas, sin efectismo sensiblero, abierta a la esperanza, Promises -candidata al Oscar, premiada en múltiples festivales, de Jerusalén a Valladolid- nos interpela desde la nobleza de un género en alza. Un solo pero, para terminar: parece que los árabes cristianos no existen, y eso es un fallo difícilmente disculpable.
Alberto Fijo