Brad ronda los 50. Está felizmente casado, trabaja en una ONG y tiene un hijo que va a empezar la Universidad. Aparentemente, su vida marcha sobre ruedas, pero Brad se siente sumergido en una profunda crisis existencial, sobre todo, cuando se compara con sus ricos, disolutos y exitosos compañeros de clase.
Reconozco que me sorprendió la capacidad que tiene esta película de atrapar al espectador durante 100 minutos. Y sorprende porque lo tiene todo para que este mismo espectador salga corriendo. Estamos ante un personaje bastante anodino –eso sí, muy bien interpretado por Ben Stiller– que no deja de quejarse –con largos parlamentos en voz en off– de una vida que ya querrían para sí la mayoría de los humanos.
Y, sin embargo, la película engancha, quizás porque en esta crisis es fácil reconocerse. Es una crisis por la que atraviesa gran parte de la población que habita el primer mundo. Una población que no está preocupada por sobrevivir sino por su bienestar. Y un bienestar, por otra parte muy superficial, que se centra en el dinero, la salud y la belleza. Valores todos ellos bastante efímeros, poco consistentes y, al menos dos de ellos, con riesgo seguro de desaparecer a medida que pasan los años.
En el fondo, Qué fue de Brad es, además de una aguda crítica al materialismo salvaje que muchas veces ahoga lo más noble de la persona y a la cultura del éxito que convierte a los amigos en rivales, un sano y enriquecedor examen de conciencia. Un ejercicio de asumir la propia existencia con coherencia y sin escapismos que no llevan a ningún sitio. O mejor dicho, que no llevan a ningún buen sitio.
Ana Sánchez de la Nieta
@AnaSanchezNieta
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