Una película de superhéroes entraña siempre la dificultad de combinar dos elementos contrarios: lo previsible y lo novedoso. El espectador quiere ver todo lo que ya ha visto multitud de veces, pero lo último que quiere es ver lo mismo. De este complicado equilibrio, de la capacidad de modificar el patrón en su justo punto depende que una entrega de la saga sea buena o sea mala. Spider-Man: Homecoming es de las buenas. Jon Watts ha utilizado con maestría unas cuantas fórmulas ganadoras para inyectar novedad a su Spider-Man.
En primer lugar, ha escogido un subgénero que le sienta muy bien a Peter Parker, el teen movies. Watts ha hecho una película de adolescentes para un superhéroe que, si nos remontamos al personaje original de Stan Lee, es precisamente lo que era, y ha optado por Tom Holland para encarnarlo, un actor veinteañero que le encaja al personaje como un guante. Instituto, fiesta de graduación, pandilla de amigos, rivalidades, primer amor, todo está presente en Spider-Man: Homecoming con el aire ochentero clásico de las teen movies, pero incorporando los tics de esta generación.
Acierta también en la clave cómica con un ritmo que se mantiene en toda la cinta sin cansar. La acción no es trepidante, ni falta que hace, pero está bien traída y bien dosificada y, aunque usa, no abusa de los efectos especiales.
Es por tanto un guion sólido que además conecta en muchos momentos con las preocupaciones sociales actuales: el distanciamiento entre el ciudadano de a pie y las instituciones alejadas de los problemas de la gente, la nueva generación que no aspira a estar en los núcleos del poder sino que más bien los evita. De esta forma se consigue que el espectador empatice incluso con las motivaciones del villano de turno interpretado esta vez por Michael Keaton –con guiños claros a Birdman y a Vito Corleone–.
Los fans de la saga tienen además abundante material con el que disfrutar: la cinta está llena de referencias del universo Marvel que solo los iniciados serán capaces de distinguir.
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