Ambiciosa pero irregular película sobre el movimiento sufragista británico, en su vertiente más radical, lo que incluye el discutible recurso a la violencia para lograr el reconocimiento a la mujer de derechos reservados hasta ese momento al hombre. En los días previos a la Primera Guerra Mundial, se nos presenta un Londres gris con aires a “Oliver Twist” de revolución industrial y explotación de los trabajadores, algo que se agrava todavía más en el caso femenino. Maud Watts es una joven casada y con un niño, que trabaja en una lavandería en condiciones deplorables, y que pasará de aceptación pasiva del estado de las cosas, al compromiso por mejorar la situación social de las mujeres, simbolizado en la lucha por el derecho al voto.
Pesa demasiado en este film de mimadísima dirección artística su condición militante, que incluye el hecho de obligarse a poner tras la cámara a una mujer, la no demasiado experimentada Sarah Gavron. En cuanto al guión, es obra de Abi Morgan, que ya trató imperfectamente otro tema histórico femenino en La Dama de hierro. Aunque la película tiene interés, le falta verdadero aliento épico y no será, sin duda, la película definitiva sobre la conquista social de derechos para la mujer, llevada a cabo por mujeres.
Carey Mulligan regala una buena interpretación, pero no acaba de funcionar el film como amplio lienzo que muestra a mujeres en medio de una situación injusta, pues muchas se encuentran algo desdibujadas, empezando por la histórica lideresa Emmeline Pankhurst –Meryl Streep tiene una sola y architípica escena de “speech” para componerla–, la acomodada Alice Haughton o la farmacéutica Edith Ellyn. Tampoco los actores masculinos tienen grandes oportunidades para brillar: a los maridos de Maud y Edith, el primero en contra, el otro a favor de la causa, les falta un hervor. Mejor está Brendan Gleeson, cuyo inspector de policía se diría inspirado en su determinación por el Javert de Los miserables.