Dos empleados de una empresa de gas natural tienen como misión convencer a los habitantes de un pequeño pueblo para que vendan sus tierras. Los intereses de unos y otros chocarán y provocarán un fuerte conflicto en el que el afán de dinero juega directamente contra delicadas cuestiones de conciencia.
Gus van Sant vuelve a demostrar su buena mano para abordar temáticas complejas. Apoyándose en un guion clásico y lineal (escrito por los dos protagonistas de la cinta, como ya pasara con El indomable Will Hunting) y un solvente reparto, el veterano cineasta plantea un conflicto muy actual, en el que la necesidad de trabajo o de dinero pueden llevarse por delante temas tan esenciales como el respeto a la verdad, las tradiciones o la Naturaleza. No hay originalidad en el argumento, muy similar al de otras películas que tratan de escarbar en las causas de la crisis económica, pero sí en los protagonistas –aquí los malos no son los bancos sino las empresas y, dentro de estas, personas concretas– y en el tono –que podría incluso tacharse de poco beligerante a pesar de la denuncia–.
En ese sentido, es una película más sobria, más madura, más serena. Van Sant no grita pero señala lo que no por su aparente evidencia es menos cierto o menos difícil: ser honrado significa, muchas veces, perder dinero. Pero uno duerme mucho mejor con la conciencia tranquila.