Un buscador de tesoros inicia la exploración submarina de los restos del mítico Titanic. El hallazgo del dibujo de una joven, milagrosamente conservado, le conduce hasta Rose, una anciana centenaria que afirma ser la retratada. Comienza así la evocación de un amor de juventud nunca compartido con nadie, que tuvo como marco el malhadado barco que en 1912 se llevó consigo al fondo del mar a 1.500 personas.
No es la primera vez que la tragedia del Titanic se traslada a la pantalla. El hundimiento del Titanic (Titanic, Jean Negulesco, 1953) obtuvo un Oscar al mejor guión, y La última noche del Titanic (A Night to Remember, Roy Ward Baker, 1958) ofrecía un cuidado estilo documental. Pese a competir con tan honrosos precedentes, James Cameron (Terminator I y II, Aliens, Abyss, Mentiras arriesgadas) ha logrado un film formidable y de dimensiones colosales, con un coste de más de 200 millones de dólares.
Cameron se ha esmerado en el armazón del guión. La excusa de saber qué fue de un valioso medallón que viajaba a bordo del Titanic le ayuda a poner en pie su historia, sorteando el obstáculo de que el destino del barco sea ya conocido. Además, acierta al introducir numerosos personajes secundarios, apenas dibujados con un par de trazos, pero dueños de su propia e interesante historia: el capitán, el ingeniero, los músicos, la madre de Rose, una nueva rica admitida con reparos en la alta sociedad, los amigos italiano e irlandés de Jack, el buscador de tesoros… También, a diferencia de otras películas de catástrofes, se pone el acento en el componente intimista de la historia de amor de Rose –una joven rica comprometida con Cal, un hombre al que no ama– y Jack –joven artista de vida bohemia, con los bolsillos vacíos y un pasaje para el Titanic ganado en una partida de póker–, que progresa con ritmo adecuado. Quizá lo que más falla, al mostrar ese amor, son las reacciones algo caricaturescas del pretendiente despechado y su malvado mayordomo. Tampoco era necesario mostrar las habilidades de Jack en la pintura del desnudo femenino, o caer en el lugar común de que dos jóvenes enamorados, aún no comprometidos, deben probar su amor en la alcoba.
El trato que reciben los pasajeros al proceder a su salvamento habla por sí solo de las desigualdades sociales, tan marcadas en aquellos años, aspecto también presente en la brillante escena del banquete. Hay otras cuestiones, más como telón de fondo que en primer plano: la solidaridad, la fe que lleva a prepararse para bien morir, los efectos del pánico o la tonta vanidad humana –un personaje recuerda la desafortunada frase «Este barco no lo hunde ni Dios»–, que ha sustituido por un barco la Torre de Babel.
La película es un hito del cine monumental. James Cameron, un director de desbordante fuerza visual, ofrece planos inolvidables: son muy elegantes las transiciones del presente al pasado a través del casco herrumboso del barco hundido –el auténtico Titanic–, que se convierte en el mismo plano en una flamante nave recién botada. Las secuencias del choque del Titanic con el iceberg y del consiguiente hundimiento son de inusitado realismo, verdadero prodigio de los efectos especiales. Y la imagen del mar como siniestra tumba flotante, con el azul marca de fábrica del director, deja en el espectador una huella indeleble.