Cheyenne, roquero de éxito en los ochenta –cantó con Jagger y con Byrne–, vive una apacible vida de jubilado en una gran mansión irlandesa, en compañía de su esposa Jane.
Cheyenne está deprimido; aburrido, dice su mujer. Vive en un extraño pasado, lleva siempre la indumentaria y el maquillaje góticos que usaba en sus espectáculos, tiene andares seniles y el discurso de un crío. Su vida transcurre en un permanente seminirvana hasta que una llamada le informa de que su padre, a quien no ha visto en treinta años, agoniza. Cheyenne parte para Estados Unidos y recibe el encargo de buscar al criminal nazi que humilló a su padre en un campo de concentración.
This Must Be the Place es una historia extraña. Tiene todos los ingredientes de la comedia disparatada, pero no lo es. Sorrentino ha decidido que sea una historia seria, y el resultado es un drama singular, conducido como una road movie por un personaje que, protegido por su aspecto e ingenuidad, suelta verdades como puños por donde quiera que pasa. Sus actuaciones tienen efecto terapéutico en muchas personas, y finalmente lo tendrán en el propio Cheyenne.
Desconcertante, curiosa, también interesante y bien filmada. Responde al estilo del director italiano, amante de la desmesura y del preciosismo, sin importarle el público, o – tal vez– dedicándose a un público al que le gusta el estilo barroco de este admirador de Fellini. Se trata de una cinta que apreciarán solo unos pocos, quizá entusiastas de los Talking Heads, o de Sean Penn. Cabe lamentar la poca cancha que se da a Frances McDormand.