Nueva película del maestro chino, que transita por sus temáticas habituales. Esta vez narra las peripecias de un prisionero que escapa de un campo de trabajo y de una pequeña huérfana que se cruza en su camino. Sin llegar al nivel de El camino a casa, Amor bajo el espino blanco o Ni uno menos, la cinta contiene todos los elementos característicos de la filmografía del realizador y su tono personal.
Yimou vuelve de nuevo a los años de la Revolución Cultural china y al ambiente rural, escenario predilecto de sus historias. En esta ocasión aprovecha para hacer un homenaje al cine, especialmente a una época en que el séptimo arte era un espectáculo colectivo grandioso que generaba ilusión y esperanza en cada rincón del planeta.
El director revisita ese ambiente de espectadores embelesados en salas de cine atestadas, del proyeccionista, de los rollos de celuloide y las lámparas. También en la inmensidad de China se vivía esa fascinación, sin importar que la proyección siempre fuera la misma o que fuera puro adoctrinamiento. Es inevitable el recuerdo a Cinema Paradiso, la película de Tornatore.
Entre los personajes destaca la pequeña huérfana, portadora de esa valerosa tozudez, que el director dibuja siempre en sus frágiles heroínas. Por el contrario, al protagonista masculino le falta algo de empatía, y esta limitación lastra un poco el resultado final.
Como en anteriores películas, el realizador se apoya en la belleza del paisaje para conducir el relato: el desierto y el viento sobre las dunas son un reflejo del alma de los protagonistas.