Alianza. Madrid (1995). 167 págs. 625 ptas.
Junto al socialismo y al liberalismo -y en polémica con estos-, el conservadurismo es una de las ideologías que han dominado el mapa político occidental de los últimos doscientos años. El pensador norteamericano Robert Nisbet lo analiza en esta obra, mostrando el sustrato «prepolítico» del que se nutre.
El pensamiento conservador tiene su origen histórico en la reacción contra la Revolución francesa, sobre todo por parte de Edmund Burke. A esta corriente pertenecen también otros pensadores como Tocqueville, De Bonald o De Maistre en Francia; Oakeshott o Disraeli en Inglaterra; Adams, Kirk o Weaver en Estados Unidos; Haller o Spengler en Alemania; Donoso Cortés o Balmes en España; y políticos como Churchill, Reagan o Thatcher.
El conservadurismo parte de una mentalidad anti-ilustrada en general, que se opuso desde el principio tanto al individualismo político como al racionalismo. Para los conservadores, los revolucionarios franceses pretendían rehacer al ser humano según un proyecto preconcebido. Bien distinta de la Revolución americana, que aspiraba a la libertad para hombres reales, la francesa fue una «revolución de la palabra» diseñada por los philosophes, principalmente Rousseau.
Otra fuente del conservadurismo fue la oposición al individualismo que surgió tras la Revolución Industrial. Los conservadores se percataron de los peligros deshumanizadores que suponía reducir la persona a los vínculos impuestos por el proceso de fabricación.
Según Nisbet, la premisa constante del conservadurismo es el derecho de todas las estructuras intermedias de la nación a sobrevivir, sin ser anuladas por la fuerza del Estado. Respecto a este principio, el socialismo se encuentra en el extremo opuesto, mientras que el liberalismo está a medio camino, pues da prioridad al individuo frente al Estado pero también frente a los grupos sociales.
Desde el principio, los conservadores rechazaron la idea de contrato social que sostenían los filósofos ilustrados, así como la «historia hipotética» de Rousseau, por ser abstracta y deductiva. El conservadurismo afirma que el presente debe beber del pasado y, por tanto, otorga la mayor importancia a la historia concreta y real de cada pueblo. Partiendo de este «anclaje en el pasado», los conservadores combatieron «la adoración vana del cambio por sí mismo». Contra el anti-tradicionalismo ilustrado, insistieron en que no se puede edificar la sociedad ni hacer la historia partiendo desde cero. Por eso defendieron los «prejuicios»: el necesario bagaje de experiencias heredadas que, si bien no son productos de la pura razón, tampoco son puramente irracionales. El conservadurismo mantiene que la autoridad no desplaza a la libertad si esta se integra en el «triángulo de autoridad» formado por el Estado, el individuo y los grupos intermedios; pero afirma que libertad e igualdad son incompatibles. Y defiende, como principio fundamental, el derecho de propiedad.
En el capítulo final, Nisbet examina las fases de crisis y auge por las que ha pasado el pensamiento conservador. A su juicio, las decadencias se han debido, en gran medida, a la adopción de principios del liberalismo económico y del Estado-providencia. Tras el último renacimiento, que culminó en la década pasada, Nisbet cree que el conservadurismo tiene un futuro prometedor.
Carlos Goñi Zubieta