José Julio Cabanillas (Granada, 1958) es autor de cinco poemarios: Las canciones del alba (1990), Palabras de demora (1994), En lugar del mundo (1998), Los que devuelve el mar (2005) y, el más reciente, Cuatro estaciones, publicado en Adonais en este año. También es autor de Benzelá (1998), una novela que recrea parte de su infancia en la finca de sus abuelos jienenses; y de La luna y el sol (2006), donde recoge algunos poemas en prosa.
En su último poemario ofrece la poesía reflexiva, intimista y bien trabajada a la que nos ha acostumbrado. Se trata de un libro como para recitar en confidencia, al oído, sotto voce. La poesía de Cabanillas está repleta de palabras primigenias, propias del campo, de un poeta que ha vivido su niñez en un pueblo. Quizás por eso, también, es una poesía mítica. “No había ninguna huella sobre la piel del mundo.” Esta concepción mítica del mundo ya estaba en el resto de sus poemarios, pero aquí la amplía y profundiza.
En los primeros poemas del libro asistimos a la ecuación Niñez igual a Creación del mundo. “Quien mira su niñez se hace un fantasma”, dice el poeta. En esta sección conjuga el uso de alejandrinos y endecasílabos con el encabalgamiento, único recurso que oscurece un poco el lenguaje. También utiliza la acumulación de sintagmas para describir su niñez de un modo impresionista, a pinceladas. El estilo es claro, sereno y algo preciosista. En la segunda sección se vuelve apocalíptico y onírico, como en el poema que comienza diciendo “Yo soy Miriam Taheli”. Aparece claramente el mar, una constante en su poesía, símbolo muy presente también en sus otros libros. El mar es la voz de los seres queridos muertos, un símbolo, como el viento, la sombra, la luna.
En la poesía de Cabanillas la Gracia y el arte se dan la mano de forma tan misteriosa como bella. “Todo es Gracia./ Todo, por un milagro, te lo dieron”. El autor mira el mundo desde arriba, y puede así hablar con varias voces, incluso con la Voz con mayúsculas.
José Julio Cabanillas no ha inventado la nostalgia de la niñez, que late en muchos poetas, pero ha descubierto una forma de trascenderla. En el mundo mítico de Cabanillas se mezclan la alegría y el escalofrío, el embrujo y el temblor. El autor no rehuye palabras como “ceniza”, “vejez”, “polvo” o “sombra”, más bien las repite en un escorzo claroscuro que a veces es expresionista.
Este expresionismo no niega la luz que hay en la niñez o en las certezas íntimas. La niñez como una película que se repite y se inventa. El Cabanillas de siempre, pero dando un paso más, añadiendo tres o cuatro revelaciones a su mundo de ceniza y hadas, de barro y domingos de fiesta en Benzelá.