No es fácil hacer un juicio sobre la historia. A menudo, los años pasados desde lo que queremos estudiar, nos lo hacen ver con una perspectiva que puede ser equivocada o, por lo menos, desfigurada. Por eso, cuando se quiere juzgar la historia con ojos de actualidad, es necesario contextualizarla. Es lo que hacen Daniel Turbón, catedrático de Antropología Física en la Facultad de Biología de la Universidad de Barcelona, y el profesor de Filosofía Carlos A. Marmelada con lo que podríamos denominar “el caso Darwin”.
En Darwin y el mono, los dos autores se adentran en la sociedad científica de ese siglo XIX y nos cuentan la historia de un joven Charles R. Darwin al que un día, “siendo un naturalista inexperto sin formación específica pero con una gran ilusión”, le invitan a navegar con el capitán Fitz Roy a bordo del Beagle. Y ahí estuvo, durante 4 años, 9 meses y 5 días, viajando por el mundo. Casi cinco años que fueron la base de la nueva teoría de la evolución, que rompía con el fijismo imperante, sostenedor de una interpretación literal de la Biblia y, por tanto, de que todas las cosas fueron creadas como las vemos.
Dicen algunos que la misteriosa enfermedad que contrajo Darwin -nadie supo explicarse qué tuvo realmente- fue consecuencia del darse cuenta del vuelco que suponía su teoría y las consecuencias que de ello se derivarían (en su memoria tendría los casos de personajes como Galileo). La idea de que todos los seres sufrían transformaciones a lo largo de los siglos, estaba ya muy extendida, pero debido a no se sabía cómo podían producirse los cambios, no era aceptada; no obstante, Darwin la llevó hasta el final. De joven, estudió teología con vistas a ser párroco rural anglicano; y la visión fijista era la que él reconocía como cierta. Después del Beagle, ya como geólogo de prestigio, su vida tomó otros rumbos. Y -tal como lo ven Turbón y Marmelada- fue precisamente esa visión lo que podría haber llevado a Darwin a obcecarse e intentar ver una razón biológica a todo lo existente, con tal de poder atacar la teoría fijista.
Al hilo de la biografía del que hoy es considerado el icono científico del siglo XIX, los autores de Darwin y el mono explican en qué consistió la teoría de la evolución; las influencias de las que bebió Darwin -como de Malthus y su pesimista visión “competitiva”-; la importancia que tuvo Alfred Wallace -considerado codescubridor de la teoría evolutiva-; y cómo en la sexta edición de El origen de las especies -la última que Darwin revisó- reconoce que “la vida, con sus diferentes fuerzas, ha sido alentada por el Creador”.
Charles Darwin, aunque murió agnóstico, nunca negó la existencia de Dios. Su vida religiosa -olvidada por muchos y en este libro recordada- dio variados tumbos. Más por una cuestión personal que por sus estudios, su fe fue debilitándose poco a poco. Murió con la esperanza de acabar reuniéndose en la eternidad con su amada esposa, profundamente creyente.
El libro acaba dando una visión de cómo está la teoría de la evolución 150 años después y cómo se ha mitificado a Darwin y el evolucionismo para justificar aberraciones como el racismo y la eugenesia.
Escrito en un lenguaje ameno y ágil -aunque algunas veces (pocas) de difícil comprensión para los no especialistas-, Turbón y Marmelada han escrito un libro que da otra visión del darwinismo. El científico y el filósofo han sabido aunar fuerza y conocimiento para explicar “en lenguaje de quiosco” -como decía Turbón- un momento histórico gracias al cual conocemos algo esencial de nuestra Historia: de dónde venimos. Y es que, en palabras del profesor Turbón, “El origen de las especies es un hito, una piedra miliar de las Ciencias de la Naturaleza”.