El periodista paquistaní Ahmed Rashid es uno de los grandes expertos mundiales en Asia Central. Autor de Los talibán, que ya le dio fama mundial, Rashid nos propone en este voluminoso reportaje una visión tridimensional de la confusión en que se desenvuelve no solo Afganistán, sino la vecina y caótica potencia nuclear musulmana, Paquistán, así como los enredadas relaciones con las cercanas repúblicas ex soviéticas y, sobre todo, la difusa política seguida por los Estados Unidos a partir de la tragedia del 11-S.
Si bien la reacción del presidente George Bush de acabar con el caos afgano mientras buscaba vivo o muerto al caudillo de Al Qaída, Osama Ben Laden, fue acogida con entusiasmo por los propios afganos y no menos por las Naciones Unidas, lo cierto es que aquella breve y desigual guerra solo pareció un ensayo para la que ya se preparaba en el Pentágono contra Iraq. Así ocurrió que no solo escaparon vivos los cabecillas de la mayor organización terrorista que conoce el mundo desde la II Guerra Mundial, sino que llevó a la más lamentable decepción a los propios afganos, al no poner los medios para lo que de verdad les interesaba: la reconstrucción de un país dejado en ruinas tanto por los talibanes como por los “señores de la guerra”.
Cuenta Rachid en la amplia introducción de su libro, que los neocons estaban en esas fechas -finales de 2001 y los meses siguientes- tan obsesionados con la mecánica del cambio de régimen en Kabul y la gratificación momentánea de una victoria rápida, que nunca vincularon este cambio con la reconstrucción nacional. “El resultado directo de ello -afirma el autor- fue que tanto Afganistán como Iraq han sido testigos de la aparición de nuevas insurgencias después de las rápidas victorias norteamericanas”, por no haber planificado antes de la guerra, ni siquiera después, una política de construcción nacional.
Sin ser un libro anti-Bush y mucho menos anti-norteamericano, el Descenso al caos de Rashid supone también un descenso a las desorientaciones de la Casa Blanca y del Pentágono, que el propio Bush reconoció implícitamente al asegurar que el problema fundamental de su Administración es que no tenía credibilidad en el mundo del Islam, con el que tampoco tenía canales efectivos de comunicación.
Rashid extiende su análisis al comportamiento de todos los actores de la región, desde Irán a India y desde Rusia hasta Kazajastán pasando, como es obvio, por todo el confuso mundo de los “señores de la guerra” a muchos de los cuales conoce personalmente el autor. Especial interés suscita su análisis cuando se detiene a detallar el caos interno de la política paquistaní, con un desenfrenado presidente Musharraf que lo mismo hacía el juego a los talibanes con el apoyo decisivo de los servicios secretos -el temible ISI- que a sus oponentes, hasta engañar en lo más elemental al Gobierno norteamericano haciendo lo contrario de lo que prometía. Aquí se adentra Rashid en la disputa indo-paquistaní sobre Cachemira y la obsesión de Musharraf por mantener viva la tensión alimentado el extremismo islamista, al tiempo que esgrimía la amenaza nuclear.
Como ya hizo con su anterior libro Los talibán, Rashid vuelve a narrar el nacimiento de este movimiento de estudiantes en las doce mil madrazas más extremistas de Paquistán y cómo llegó a apoderarse de todo un país que, en cierto modo, le era ajeno. Buena parte de las claves de lo que está ocurriendo en estos momentos en Afganistán, con las continuas ofensivas de los talibanes contra el Gobierno de Kabul y las fuerzas de la OTAN, así como de la nueva política paquistaní que ha seguido al ostracismo político de Musharraf, se encuentran en estos capítulos.
La gran amistad que une al periodista con el todavía presidente afgano, Hamid Karzai, le ha permitido recoger muchas de las experiencias vividas por este último antes de exiliarse, entre ellas sus primeros contactos con los talibanes poco después de su aparición en el escenario afgano, en 1994. Cuenta Karzai que el movimiento estudiantil -recuérdese que “talib” significa estudiante, con su plural “talibán”- tenía como objetivo inicial acabar con el caudillismo de los “señores de la guerra” para restablecer el orden y la ley (obviamente, la “sharía” o ley islámica), pero reconociendo que la yihad se había convertido en una vergüenza que estaba destruyendo al país. Estos sentimientos serían después desmentidos por la realidad -tantas veces visualizada con la destrucción de las gigantescas efigies de Buda esculpidas en las montañas de Bamiyan o en la exclusión de las mujeres de la vida pública, embutidas en el infamante “burka”…-, pero lo cierto es que la victoria de los talibanes, con la ayuda de Paquistán y de Arabia Saudita, se debió, en gran parte, al silencio de Washington…
Como no podía ser de otra forma, Rashid se ocupa a fondo de Osama Ben Laden, de la política seguida por la ONU, de los más significativos incidentes de la guerra civil, como el asesinato del general Masud por unos supuestos periodistas, la conferencia de Bonn que tantas esperanzas abrió con el retorno de Karzai a Kabul y un largo etcétera.
Documentado con numerosas notas, el libro tiene, a pesar de su gran densidad, la frescura de una narración vivida en primera persona: Rashid no solo describe sino que forma parte del escenario por su profesión y su nacionalidad paquistaní, así como por sus contactos con destacados dirigentes norteamericanos y de la región.
La conclusión a la que llega es que no hay una solución política solo para Afganistán que pueda considerarse válida, como tampoco hay una solución militar. Pero sí ve un atisbo de pacificación mediante una conferencia internacional que alcance un pacto global para ayudar a esa región. Concreta este pacto en sus puntos: la integración de los insurgentes afganos y paquistaníes en la vida política de sus respectivos países y varios años de ayuda económica masiva a toda el Asia Central, a sabiendas de que las soluciones no llegarán fácilmente para una región que ya estaba traumatizada antes del 11-S.