Ediciones B. Barcelona (2003). 410 págs. 16,50 €.
En las primeras páginas de la novela, Felipe Arcalla, escritor de prestigio, es herido por un pistolero de ETA. El resto del libro transcurre en unos pocos minutos, los que el protagonista vive en esa dimensión intermedia que ya no es la tierra, pero tampoco el más allá, donde a Arcalla le regalan la paradoja de la conciencia de su muerte mientras aún está vivo. Este pequeño intervalo se dilata para traer al presente la memoria de toda una vida, que ahora se contempla bajo una luz nueva, un ver desde fuera y desde el final que le sirve al personaje para juzgarse a sí mismo, convencido ya de que «ningún juez puede ser más severo que la propia conciencia».
Arcalla se remonta a su infancia en San Sebastián, marcada por su amistad con Pablo, de su misma edad y una sensibilidad similar pero perteneciente a una familia adinerada, una diferencia entre los dos que pesará más de lo debido. Después llegan los años de carrera, el primer empleo y el éxito: sus libros comienzan a ser reconocidos, se casa con Augusta y consigue la ansiada escalada social. Pero el relato desmonta todas las apariencias ahora que el protagonista contempla su historia desde esa posición omnisciente y privilegiada. Nadie es como parecía ser, y la vida es lo que ocurre mientras las personas fingen que viven, una de las ideas más repetidas a lo largo del libro.
A través de Arcalla se contempla la evolución de todo su entorno: crónicas de la frustración de jóvenes prometedores que se vuelven conformistas, las pequeñas traiciones a las que no se da importancia pero que crean la base de las grandes deslealtades, lo que el dinero puede comprar (y lo que no), el abismo entre la vida pública y privada de las celebridades… todo ajustado a los compases de la historia de España, el franquismo, la transición y la violencia de ETA, a veces como telón de fondo, a veces saltando al primer plano.
Del conjunto pesimista resaltan por contraste dos de los hijos de Arcalla, Roque y Elena, quienes protagonizan un sacrificio que ni él ni su mujer fueron capaces de entender, pero que a la luz de la muerte se contempla como lo único que merece realmente la pena. Roque le había enseñado a su padre que «vivir es sólo un ensayo general para la gran función». Estas palabras cobran sentido en la camilla del hospital, cuando Felipe se encuentra rodeado de caras que no le han amado y que se van difuminando poco a poco mientras los telediarios empiezan a difundir el parte oficial de un nuevo atentado terrorista.
Esther de Prado Francia