Martínez Roca. Barcelona (2002). 267 págs. 14,50 €.
La escritora cubana, autora de este libro, no ha pretendido plasmar su personal diario de la cárcel. Ha acumulado sus propias experiencias y las de otras presas políticas cubanas en un testimonio en forma literaria y que recoge sucesos ocurridos entre 1960 y 1994. El resultado podría ser considerado una novela testimonial que, sin embargo, no tiene nada de ficción. Lo único inventado son los nombres de las protagonistas, y entre éstas destaca el personaje de la doctora Ana Losada Ramírez, inspirado a su vez en el personaje real de Ana Lázara Rodríguez, que pasó diecinueve años en las prisiones castristas. Ella es el verdadero eje de la primera y más extensa de las partes del libro, Dios en las cárceles cubanas, que da título al volumen. La historia aquí narrada es la de la perseverancia en la fe cristiana en un universo carcelario en el que está prohibido incluso rezar aunque sea en voz baja y en el que los carceleros, imitando inconscientemente a los verdugos de Cristo, se complacen en atormentar a las presas repitiéndoles que su Dios no vendrá a salvarlas. Registros humillantes y celdas de castigo son una tónica habitual en la existencia carcelaria, sobre todo para aquellas mujeres que se aferran a la fe como a una ancla de salvación y que, pese a convivir de continuo con miedos y sobresaltos, tienen todavía el coraje de pedir en la oración el don de perdonar.
La segunda parte del libro, «Hay en mi corazón luces y sombras», es, sobre todo, el testimonio personal de la autora y de lo que les sucedió a las mujeres que convivieron con ella, sin escatimar los aspectos más sórdidos de una pesadilla que sólo terminó con el aterrizaje del avión que transportaba a María Elena Cruz Varela en el aeropuerto internacional de Miami. Pero la experiencia de la cárcel marca para siempre a sus protagonistas. El oficio literario y, en particular, la práctica de una literatura de introspección ayuda a la autora a convivir con sus recuerdos. En las páginas de Dios en las cárceles cubanas no hay rencores. Hay serenidad pero ocasionalmente también una ironía que subraya los absurdos y contradicciones del sistema carcelario cubano, algo que nos recuerda ese humor trágico latente en el Archipiélago Gulag de Solzhenitsin.
Antonio R. Rubio