Como en obras anteriores, MacIntyre revela su maestría para enmarcar histórica y contextualmente determinadas corrientes de pensamiento, buscándoles incluso bifurcaciones remotas. El hilo conductor del libro es el papel de la filosofía y la teología en el cumplimiento de la misión de la universidad. Al trasluz de esta constante se examinan amplios jalones históricos, con la rehabilitación y declive pendulares según las épocas y autores.
Si la filosofía se limita a proporcionar un curriculum especializado más en el seno de la universidad, como parece ocurrir hoy, se pierde la idea de universidad como unidad en el saber, capaz de coordinar los diversos estudios, convirtiéndose, contrariamente a su significado, en una pluri-versidad. La función de la filosofía, para MacIntyre, está en integrar los diversos sectores de conocimiento en un saber orientativo de conjunto para el hombre, que se pregunta por los primeros principios, por las divisiones fundamentales del saber, por la unidad del hombre previa a la disociación de objetos emprendida por las distintas disciplinas sobre él. Y justamente el marco institucional idóneo en el que esta unidad organiza los ingentes campos de especialización, es la universidad.
Pero, en segundo lugar, MacIntyre subraya que la unidad en la filosofía remite a unas creencias y supuestos previos, tematizados científicamente por la teología, que proveen de su sentido y base definitivos al quehacer filosófico, tales como la providencia divina, la meta escatológica de la historia, los preceptos divinos que afianzan las leyes morales propuestas por la razón… E igual que antes, es una tarea fallida, si la teología es relegada a una parcela administrativa más, con su método propio al margen de los otros saberes.
Estas pretensiones unificadoras de los saberes más altos vienen avaladas por el recorrido histórico que constituye el libro. Ya desde San Agustín se hace manifiesta la dimensión inquisitiva que sigue a la fe, reflejada en el lema fides quaerens intellectum.
En otros términos: la dinámica de la fe cristiana la lleva a comprenderse a sí misma, para lo cual requiere a la razón que la provea de unas categorías adecuadas, como son los conceptos de persona, Dios personal, creación ex nihilo, amor-caridad… insospechados fuera de la Revelación. Y como el uso de estos y otros conceptos filosóficos es transversal a los conocimientos más particularizados, sin que ninguno centre en ellos su interés temático, se aprecia la necesidad de la filosofía en los cimientos del saber universitario.
Pero, ¿no se restringe de este modo la propuesta de MacIntyre a las universidades católicas? La pregunta tiene trampa porque presupone la sectorialidad de la universidad católica, que es lo opuesto a la intención con que surgió; aparte de que una creencia que no se traduzca en fe en Dios sigue siendo creencia, tan actuante como la creencia cristiana en las distintas formas de conocimiento universitario: en este caso se encuentra la creencia atea.
MacIntyre sitúa en Tomás de Aquino la forma más lograda de síntesis filosófico-teológica del saber. Tras un rápido recorrido por la Baja Edad Media y la Modernidad, destaca, entre los autores más próximos en el tiempo que han favorecido desde tradiciones distintas un ideal semejante al del Aquinate, a J.H. Newman, A. Rosmini, J. Maréchal o E. Stein. En esta línea, la encíclica Fides et ratio (1998) de Juan Pablo II no es sino el respaldo magisterial de la Iglesia en nuestro tiempo al lugar central de la teología y la filosofía en la edificación del saber humano.