PPC. Madrid (1995). 165 págs. 1.600 ptas.
Al igual que ya hiciera Pedro Antonio Urbina en su ensayo Filocalía o Amor a la Belleza (ver servicio 131/88), el obispo de Oxford, Richard Harries, autor de libros sobre el cristianismo y la cultura contemporánea, se enfrenta con el atrayente asunto de la relación entre el arte, la belleza y Dios. Harries, saliendo al paso de aquellos que consideran el arte como un sustituto de la religión, muestra cómo Dios es el origen y el fin tanto de la belleza como del arte.
El punto de partida es claro: «Sin una afirmación de la belleza no puede haber ni fe ni Dios merecedores de nuestro amor». El hombre tiende hacia la belleza como tiende hacia Dios. Si desprecia la belleza es difícil que sienta la más mínima atracción por Dios, que es la Belleza suprema.
A continuación profundiza en el concepto de belleza. Sus ideas son esclarecedoras, a pesar de entrar de lleno en un terreno en el que parece imponerse la radical subjetividad. La consideración de la belleza del mundo es necesaria para llegar a Dios; el mundo no es -como defendían los neoplatónicos- una realidad negativa; al contrario, «es la belleza del orden creado quien responde a nuestras preguntas acerca de Dios».
Pero la belleza aislada no existe sino que está unida a la verdad y a la moral: «no hay ningún campo moral neutral, ni en el arte ni en ningún otro lugar». Cuando se intenta crear algo separado de la verdad se cae en el fácil sentimentalismo o en lo kitsch, el peor enemigo. Pero el resultado de la unión entre belleza y verdad no tiene por qué ser una forma y un contenido tranquilo y «bonito»; la belleza también se da en una verdad dolorosa y perturbadora. Harries incluso dice que «existe un abismo entre lo superficialmente bonito y la belleza genuina».
Para Harries es claro que «la conjunción de belleza con verdad y bondad tiene su origen en Dios». La belleza no es sólo una respuesta emocional, algo aparte de la moralidad y del pensamiento, como justifican muchos artistas modernos. Cualquier manifestación artística de calidad, como defendía Kandinsky, aspira a ser espiritual, a la vez que fuente de deleite y de consuelo. Aunque espiritual no significa que sea religioso: «los propagandistas religiosos deben ser prudentes a la hora de usar la espiritualidad inherente al arte para su propio propósito».
Harries finaliza su ensayo reafirmando que el misterio de la crucifixión de Cristo es la realidad a la que en todo momento debe volver un cristiano, porque es la raíz de todo, también de la belleza y del arte. Y concluye con un provechoso consejo: «Ostenta una visión de la belleza terrenal tan elevada como quieras, con tal de que tu visión de la belleza celestial sea más elevada».
Adolfo Torrecilla