El hombre, un lobo para el hombre es otro relato sobre la vida en los campos de trabajo soviéticos, con todos los ingredientes de desprecio por la dignidad humana bajo la máscara de la reeducación comunista. El polaco Bardach (1919-2002) describe su periplo vital marcado por la invasión nazi de Polonia. Judío educado en las ideas socialistas, se identifica totalmente con la Unión Soviética. Sin embargo, y así comienza el libro, ya soldado en el Ejército Rojo, le condenan a muerte por tener un accidente con el tanque que conducía. Al final le conmutan la pena por diez años de trabajos forzados, que pasó en los temibles campos de Kolimá hasta su liberación al acabar la guerra.
“Kolimá me enseñó -escribe- que la degradación no era una consecuencia de las condiciones en las que vivíamos; formaba parte del plan. No se pretendía simplemente hacer que los prisioneros trabajaran tanto como fuera posible, sino reducirlos a un estado de animalidad”. Este es el ambiente que se describe en este nuevo testimonio del Gulag, uno más que se suma a los ya conocidos de Shalámov, Solzhenitsin, los muchos que se rescatan en el ensayo Los que susurran (ver Aceprensa 12-05-2009) y, por destacar uno más, el que escribió Lev E. Razgón, Sin inventar nada. El polvo anónimo del Gulag (ver Aceprensa 25-04-2007), con el que el relato de Bardach tiene tantos puntos en común.
Junto con la durísima peripecia personal, aparecen en estas memorias anécdotas y personajes que sobrellevan de la mejor manera posible estas tribulaciones y que dan ánimos a Bardach para seguir luchando. Como el doctor Semiónov, con quien se encuentra el protagonista en el campo de tránsito de Bujta Najodka, de camino para Kolimá, ese lugar donde se eximía de trabajar sólo cuando la temperatura descendía a menos de cuarenta y cinco grados bajo cero, “y nunca se tomaba en cuenta el frío del viento”. En una de las conversaciones que mantienen, le dice el doctor: “¿Cómo es posible que la gente llegue a estar tan adoctrinada y tan deshumanizada como para querer hacer carrera arruinando las vidas de personas inocentes?”.
La mejor solución para no animalizarse, opina, pasa por la atención a los demás: “Una palabra amable, una caricia, un pedazo de pan, un tazón de sopa o un día sin trabajar: pequeñeces así quizá le permitan a alguien sobrevivir un día más. Así es como me salvaron cuando estaba construyendo un camino en la taiga, y haré lo mismo por los demás mientras pueda”. O la actitud de Dusia, la encargada de la cocina y de la limpieza del barracón donde se alojaban los pacientes con enfermedades crónicas, la mujer de un oficial del Comité Central condenado tras las purgas de 1937 y que, condenada también ella, “conseguía mantener el buen humor, ignoro dónde ocultaba su tristeza. Nunca la vi desesperarse. Odiaba a Stalin y al NKVD, pero el odio no se apoderaba de su vida”.
También demuestra el vacío del sistema soviético el comentario que Petia, un joven urki (delincuentes que se organizaron dentro de los campos de concentración), hace a Bardach después de cometer una serie de robos y violaciones en el barco que les llevaba a Kolimá: “Nunca conocí a mis padres. Crecí con otros niños en Odesa. Los niños mayores me cuidaron y me enseñaron a robar y mendigar. Me gustaría tener una madre en alguna parte para escribirle cartas y quizá visitarla”. Delincuentes, presos políticos, escritores (como el poeta Misha Perlman, con el que coincide en un pabellón de enfermos psiquátricos), militares, campesinos… todos ellos víctimas de unos dirigentes que, como dice el arquitecto Yuri, otro de los presos, “sólo saben destruir, destruir edificios y a la gente. A los mejores, a los más brillantes y a los inocentes”.