Mondadori. Barcelona (2006). 341 págs. 17 €. Traducción: Cruz Rodríguez Juiz.
Quizá sea hoy Víktor Pelevin (Moscú, 1962) el más importante autor ruso de la literatura poscomunista (ver Aceprensa 54/03). Audaz, vanguardista pero popular, ha triunfado editorialmente con su fórmula exclusiva, casi de culto, heredera de la sátira costumbrista de Gogol y la fantástica a lo Bulgákov. «El meñique de Buda» narra la historia de Piotr Vakuo, un paciente de un manicomio petersburgués, enfermo de esquizofrenia, que sufre «flashbacks» de la guerra civil rusa, en la que él es un poeta revolucionario y oficial a las órdenes del legendario comandante Chapáev, con quien se pasa el tiempo filosofando sobre la metafísica del vacío y de la muerte. En los periodos de lucidez, su mente vuelve a las paredes blancas del manicomio.
Una dramática constatación subyace a la disparatada trama que propone Pelevin: la fractura identitaria que aflige al pueblo ruso, aún no repuesto de la gran estafa totalitaria cuando sin transición se empantana en el nihilismo capitalista, hedonista, individualista, sin banderas ni ideales. Con su exactitud descriptiva y su propósito obvio de denuncia, Pelevin consigue pintarnos ese desamparo con un absurdo inteligente, divertido y melancólico, más eficaz seguramente que la gastada fórmula realista. Pelevin sólo necesita un mínimo recurso narrativo -el de Cervantes: el protagonista está loco- para garantizar la verosimilitud y luego ponerse a imaginar, que es lo suyo.
La estructura resulta brillante: hay tres planos narrativos que se identifican -sirviéndose de variaciones tipográficas- con los estados mentales del esquizofrénico: estancia en el manicomio con otros pacientes y el personal médico; sus aventuras bélicas con Chapáev; y sus sueños, donde Pelevin echa su órdago de fabulador desenfrenado.
Al ser el propio Vakuo el narrador en primera persona de la novela, el lector no percibe una distinción clara entre una personalidad y otra, pues el narrador -como genuino esquizofrénico, claro- siente igual de reales el tiempo del manicomio y el de la guerra civil. Y este recurso brinda a Pelevin la posibilidad de su personal apuesta ideológica (en la medida en que quepa atribuir ideologías al paródico Pelevin): su tesis inmanentista («Todo está en la cabeza») sazonada de misticismo oriental y su poco de panteísmo «new age». Según esto, la solución para el perdido sujeto ruso actual está, no en la proliferación de personalidades suplantables, sino en la disolución de todas las identidades: el nirvana. De ahí el nombre parlante del protagonista: Vakuo.
Pelevin tiene un estilo elegante y preciso, aferrado a los detalles, muy apto para narrar con el descaro del realismo mágico. Los diálogos están llenos de frescura y agilidad, y las digresiones filosóficas -parodias de los diálogos platónicos- resultan desternillantes en su impertinente profundidad. El absurdo peleviniano recuerda bastante a esas mixtificaciones metafísicas que encontramos en los delirantes diálogos de «Pulp Fiction».
En conclusión, si salvamos el inconveniente de que también el exceso puede acabar resultando monótono, se trata de un autor genuinamente distinto (algo difícil) por el hibridismo genérico que practica, la deslumbrante capacidad de inventiva, la erudición justa al servicio de la parodia, la libertad de creación, en suma.
Jorge Bustos Táuler