La literatura estadounidense está cuajada de ejemplos destacados de novelas de contenido político, que florecen especialmente en tiempos de crisis. Si Democracia (1880) de Henry Adams respondía a las preocupaciones derivadas de la plutocracia y la corrupción de la Edad Dorada (1876-1900), la relativamente reciente América, América, de Ethan Canin, se retrotraía al desencanto que cundió en los años setenta, pero desde la atalaya de la incipiente debacle económica de finales de la primera década del siglo XXI.
Entremedias se sitúa el caldo de cultivo propiciado por la Gran Depresión, personificado por el gobernador y senador de Luisiana Huey Long (1893-1935), un populista que, antes de caer asesinado a los pies del capitolio de su estado, prometió a cada familia americana, si llegaba a presidente, un millón de dólares. Esta figura inspiró la que sea probablemente la mejor historia del género político, Todos los hombres del rey (1946), de Robert Penn Warren. Pero tres años antes, Long había servido también a John Dos Passos, uno de los grandes novelistas de la generación perdida estadounidense, como modelo para retratar el desencanto con la deriva izquierdista de su país, que él mismo había defendido hasta poco tiempo atrás.
El Número Uno sigue los pasos de Tyler “Toby” Spotswood, consejero político, asesor de campaña y chico-para-todo de Homer T. “Chuck” Crawford. Chuck es un ficticio congresista de Oklahoma que lleva también como apodo el título de la novela, y que dice hablar en nombre de todos los desposeídos, aunque su ambición sólo está a la altura de su falta de escrúpulos. Las incuestionables aptitudes de Toby se ven limitadas por su alcoholismo, con el que trata de aplacar el desgarro interior de apoyar a un jefe al que admira por su éxito pero desprecia por sus manejos, sobre los que continuamente ha de ir echando tierra.
La historia se estructura en cinco capítulos que describen otras tantas etapas en la carrera política y en la progresiva degeneración del “Número Uno”. El lector ha de reconstruir lo acaecido entre cada una de las partes, pero se ve inmerso en un ritmo frenético y un ambiente ácido, oscurecido por el humo del tabaco y tamizado por los efluvios de la bebida, que trae a la cabeza multitud de escenas del cine negro. Y como para no perder nunca el referente último de la historia, las secciones se intercalan con semblanzas, entre líricas y periodísticas, de prototipos de personajes que muy bien podían representar al pueblo al que beneficiaba y traicionaba Crawford.
Es cierto que el estilo y los escenarios pueden resultar algo anticuados, ya que la excelente traducción de Miguel Temprano no se ha abstenido de hacer honor al lenguaje de los años cuarenta; también, que muchas de las referencias a la realidad estadounidense se pierden para el lector moderno; pero no lo es menos que en todo ello subyace un drama político y humano que no ha perdido un ápice de vigencia, justificando de sobra la recuperación que de esta obra ha hecho la editorial Impedimenta.