Noesis. Madrid (1994). 160 págs. 1.900 ptas.
Manuel Piedrahíta, que ha trabajado muchos años en la televisión pública, en ningún momento esconde sus cartas: decidido partidario de la misma, la llega a calificar de «piedra angular de un sistema democrático». Por eso piensa que convertir la televisión pública en instrumento político puede ser la causa que lleve a su desmoronamiento; en España, concretamente, considera que se ha producido un rapto de la televisión pública por la politización de la mayoría de sus organismos, y aboga por su independencia y profesionalización.
Con numerosos ejemplos y citas, Piedrahíta fundamenta su defensa de la televisión pública en que su fin principal no es la búsqueda de beneficios, como en el caso de los canales comerciales, sino la emisión de programas que valgan la pena. Estos no tienen por qué ser los de más audiencia, pues la televisión pública ha de atender a consideraciones de calidad y no debe marginar a ningún sector de población, aunque su nivel de consumo sea bajo y suponga menos publicidad. Ello no es óbice para que Piedrahíta asegure que los programas de la televisión pública deben dirigirse a una audiencia amplia: la buscada calidad no ha de ser confundida con el aburrimiento y el elitismo.
La llegada a muchos países de la televisión privada, recuerda el autor, no se vio acompañada de una variada oferta en la programación. Más bien ha sucedido todo lo contrario: cuando un programa ha demostrado su éxito en la pantalla, los demás canales se han apresurado a imitarlo ofreciendo al espectador un producto parecido. El resultado ha sido una uniformidad de contenidos que empobrece a la audiencia. Aquí es donde la televisión pública tiene su mayor ventaja: puede arriesgar en la concepción de sus programas y educar el gusto del público para acercarle a mundos antes abiertos sólo a unos pocos.
Manuel Piedrahíta, con la cabeza puesta en los modelos británico (BBC) y alemán (ZDF y ARD), apoya sin ningún tipo de reservas el canon televisivo para financiar la televisión pública: su vigencia en numerosos países limita considerablemente la dependencia publicitaria. Además, el autor considera que resulta más caro pagar la televisión pública a través de las arcas del Estado y de la publicidad; esta última, recuerda, quien la acaba pagando es el consumidor.
José María Aresté