La nueva historia de Brown sigue una fórmula tradicional y eficaz en novelas de misterio: búsqueda de algo de gran valor y confrontación entre héroe y antagonista. Un secreto por descifrar, persecución y desenlace. Todo lo demás es circunstancial, aunque importante para diferenciar un thriller de otro.
La masonería custodia un secreto relativo a la supuesta verdadera potencialidad de la mente humana. Peter Salomon dispone de un objeto que esconde la clave. Su hermana Katherine, científica, y su amigo Robert Langdon, experto en símbolos y mitos, intentan que el secreto no caiga en manos de un lunático que también lo persigue. La CIA es el tercero en discordia, y no está claro si ayuda o conspira. Todo ocurre en Washington en el transcurso de quince horas.
Brown hace bien varias cosas. La acción despega en la página uno y ya no se detiene, bien llevada, hasta el final. El esfuerzo de verosimilitud es grande y demuestra trabajo: lugares, fechas, citas, textos, medidas y distancias, etc. El fondo ideológico está bien dosificado y no entorpece la trama ni la evolución de los personajes. Brown domina todos los recursos de este tipo de literatura: un talismán lleva a un código al que sigue un cuadro, a éste un número, luego una escalera misteriosa, después un texto (naturalmente en latín) al que sucede un símbolo seguido de una palabra mágica enterrada en un lugar secreto, etc. Si no se presta mucha atención al contenido de la trama, todos los trucos resultan entretenidos.
El problema de Brown es que no se contenta con eso. Él quiere iluminar, abrir los ojos a la humanidad y en esto resulta de risa. Su tesis (muy vieja): la opresión religiosa ha hecho que el hombre olvide su verdadero potencial, arrincone la ciencia y se convierta en un ser dependiente de Dios. La masonería, muy favorablemente presentada como institución honorable e incomprendida, custodia la llave de los “antiguos misterios” que permitirán la apoteosis del hombre, su conversión en auténticos dioses. Sostiene que todas las “tradiciones” avalan esta afirmación, y en “tradiciones” incluye todas las religiones, la New Age, la Cábala, la numerología, la alquimia, el Zodiaco; no se deja nada: Santo Grial, piedra filosofal, alfabetos rúnicos, demoniología, esoterismo, misticismo, astrología y hasta Excálibur y el rey Arturo. Para Brown todo está bien y está al mismo nivel. Por si todo esto no convence, los experimentos científicos de Katherine demuestran toda la tesis.
Si el lector no ha caído de rodillas con todas las revelaciones anteriores, aún le esperan los avances de la “ciencia noética” e incontrovertibles “coalescencias, peines de tentosegundos y metasistemas”. Brown subestima escandalosamente la inteligencia del lector y pretende hacerle claudicar a cambio de unas palabrejas científicas y unas burdas manipulaciones de citas de la Escritura.
Considerando todo esto una broma, la novela tiene elementos ingeniosos y demuestra imaginación y esfuerzo: la tecnología de persecución de la CIA, las técnicas de lectura de mensajes ocultos, el modo de “pesar” el alma, la cámara de respiración líquida, los rituales, un “malo” verdaderamente conseguido, etc. Confiemos en que todos los lectores alcancen a quedarse en ese nivel de lectura y no se dejen manipular por la parte de verdad de cuanto se dice (el hombre está hecho a imagen y semejanza de Dios; la mente humana y la ciencia no dejan de progresar; el pensamiento y la voluntad de muchos pueden más que la de uno solo; etc). El símbolo perdido es un pataleo contra el misterio, una tergiversada versión moderna del “seréis como dioses”, que puede resultar con todo entretenida, si no se la toma en serio.