Península. Barcelona (1999). 184 págs. 2.000 ptas. Traducción: Manuel Serrat Crespo.
La autora de este breve ensayo, la segunda mujer que ha entrado en la Academia Francesa, es una helenista de reconocida fama mundial, autora de importantes estudios sobre la literatura clásica. El tesoro de los saberes olvidados lo ha escrito ya ciega, en el declinar de su existencia, como un testamento espiritual que desea subrayar el invisible pero eficaz peso de la formación humanística en la vida de los estudiantes.
Su punto de partida es, sin embargo, pesimista. Deteniéndose en la situación francesa, extensible a otros países de su entorno cultural, y ayudándose de su dilatada experiencia personal como docente, la autora indaga en las consecuencias del creciente fracaso escolar que, entre otras, cosas, está sumergiendo a los alumnos en la falta de valores, modelos y referencias válidas para solucionar sus problemas.
En su análisis destaca el privilegiado papel que desempeña la literatura en la formación afectiva, moral e intelectual. Cuando los alumnos, gracias al profesor, figura clave en este aprendizaje, desentrañan el significado de los textos clásicos, entran en contacto con unos valores y con unos modelos que les enriquecen constantemente, sin apenas ser conscientes de ello. Con el paso de los años, «la verdadera actividad del espíritu consiste en el perpetuo diálogo que se establece entre recuerdos conservados y recuerdos olvidados». Si a los alumnos no se les aporta nada en las aulas, se les está condenando al vacío moral, ya que así es imposible que recuerden ninguno de esos «saberes olvidados».
En este punto, el análisis que presenta la autora es muy certero. La literatura clásica, sabiamente dosificada, proporciona a los alumnos «un inmenso catálogo, ilustrado y atractivo, de todas las cualidades, de todas las conductas que los hombres han podido admirar a lo largo de los siglos y de todos los valores que les han podido ser caros». Este mundo literario es el mejor antídoto que tienen los jóvenes para combatir, por un lado, la influyente pero mediocre realidad que les rodea (de donde toman opiniones, ideas, modas y sus uniformes referentes vitales, a menudo equivocados); y, por otro, la dictadura de la cultura más actual, que la autora define como «cultura del rechazo» por su avasalladora negatividad.
De manera un tanto lenta y reiterativa en la primera parte, pero con un creciente interés a medida que se avanza en la lectura, El tesoro de los saberes olvidados reivindica con placidez lo que tanto se echa en falta en la enseñanza actual: la formación en valores. Para la autora, las enseñanzas que se transmiten en las asignaturas de humanidades proporcionan a los alumnos la fuente de la que irán brotando, a lo largo de su vida, aquellos pequeños saberes que alimentarán positivamente su espíritu.
Adolfo Torrecilla