Paidós. Madrid (2006). 384 págs. 23 €. Varios traductores.
Hace unos años, en «El futuro de la naturaleza humana», Habermas comenzó a matizar algunas de sus posiciones sobre el fenómeno de la religión. Desde entonces, también tras su denate con el cardenal Ratzinger -recogido en este libro-, ha ido perfilando sus opiniones sobre el papel de las creencias en las sociedades contemporáneas.
Estas páginas parten de una evidencia: el Estado de derecho no puede imponer por vía coactiva la solidaridad y la cooperación entre los ciudadanos. Al mismo tiempo, como consecuencia del proceso secularizador y de los embates del economicismo, han perdido su vigencia «los grandes relatos» que aseguraban ese vínculo unificador. En teoría, el patriotismo constitucional debería ser suficiente para generar esa «cultura cívica» que facilite la convivencia. Mientras tanto, la religión puede desempeñar ese papel siempre y cuando se admita su presencia en la esfera pública.
Ahora bien, ¿es posible un terreno común entre ciudadanos con cosmovisiones religiosas y aquellos que no las poseen? Habermas responde que sí, pero con la condición de que exista el respeto y la tolerancia. Y es consciente de que a los creyentes se les exige más que a los no creyentes, porque los primeros poseen concepciones amplias sobre la vida buena, sobre la verdad y el bien que son en sí mismas irrenunciables.
Es interesante que admita el carácter racional de la fe -aunque confiesa que también las religiones deben someterse a un proceso de «ilustración»-. Pero no le queda otro remedio si quiere mantenerse en la férrea línea de disputa con el positivismo que le ha caracterizado desde sus primeros escritos. Precisamente, el hecho de que las opiniones con fundamento religioso pueda ser racionales es lo que le lleva a afirmar que la religión puede aportar bastante en el terreno público.
En cualquier caso, en algunas cuestiones creyentes y no creyentes tienen que conformarse con el disenso. Lo que no aclara Habermas es para qué sirve el disenso en una cuestión tan controvertida como el aborto si, según escribe, su despenalización se encuentra justificada. Acepta la desobediencia civil como un mecanismo para corregir los errores, pero ¿también en el caso del aborto? No contesta. En otros asuntos, sobre todo en cuanto a la selección embrionaria, cree que lo ético es la cautela y se muestra en contra de la manipulación.
Detrás de sus planteamientos se encuentra la mayoría de las veces un ataque a las concepciones cientificistas que conciben al ser humano desde la perspectiva biológica. En un artículo muy brillante -«Libertad y determinismo»- niega la determinación causalista de los actos humanos con el fin de defender la libertad del hombre.
En sus posturas a veces se encuentran inconsistencias, pero es de alabar la honradez de un intelectual que ha sabido encauzar su trayectoria con un discurso moderado y, al menos, atento a los problemas de hoy. No hay que olvidar, por otra parte, que es un ilustrado para quien el problema de la modernidad es su descarrilamiento. Su propósito ha sido, pues, el de desatar toda la potencialidad de la Ilustración, sin sucumbir a la deconstrucción posmoderna.
Josemaría Carabante