Trotta. Madrid. (2005). 84 págs. 7 €. Traducción: Karla Pérez Portilla.
Will Kymlicka es conocido por sus tesis sobre la ciudadanía multicultural, un concepto con el que pretende conciliar las tesis del liberalismo con la defensa de los derechos particulares de las minorías. En este breve ensayo critica, precisamente, uno de los dogmas en los que se fundamentan las teorías liberales: la frontera.
Para Kymlicka, el liberalismo clásico es insostenible en un mundo globalizado porque atribuye la titularidad de los derechos a los ciudadanos políticos de un determinado territorio. Este punto constituye uno de los déficits más evidentes de una teoría política que, como la liberal, se pretende universalista. Para la doctrina clásica, la ciudadanía, como dependía del territorio, exigía el establecimiento de los límites fronterizos.
La frontera va a poseer un doble sentido. De un lado, marca el límite en el que el aparato estatal ejerce su soberanía. De otro lado, tiene un sentido político porque quiere circunscribir y definir pueblos y naciones. En definitiva, jurisdicción y política son dos polos entre los que se mueven las comunidades políticas y lo pueden hacer de forma pacífica o conflictiva. Es lo que ocurre cuando una realidad cultural sobrepasa o no coincide con la frontera.
Kymlicka sostiene que es imprescindible adoptar la perspectiva cultural y nacional si se quiere completar un esquema político coherente con los presupuestos igualitaristas del liberalismo. De otra forma la teoría política quedará coja. Esta crítica del pensador canadiense resulta aplicable en términos similares a otras realidades, como por ejemplo la religión, a la que los liberales, en nombre de la neutralidad, retiran del espacio público.
Para Kymlicka no es cierto que el liberalismo sea liberal con respecto a la identidad cultural o nacional. Históricamente se ha dejado también impregnar de ciertos matices «nacionales», aunque con un menor grado de coacción y sin que, en principio, resulte excluyente. Es decir, los estados liberales no han sido tradicionalmente imparciales respecto de la «cultura societaria» de sus respectivas comunidades. En ocasiones han ido más lejos y han mermado los derechos de algunas minorías.
En cualquier caso, la pregunta que se hace Kymlicka es hasta qué punto los sentimientos nacionales pueden ser coherentes con el igualitarismo liberal y si existe alguna forma de arbitrar las diferencias. En este punto realiza una defensa encendida de la nacionalidad común, al sostener que de ese fondo compartido el Estado puede obtener réditos políticos. Se refiere expresamente a que la solidaridad que requieren los estados del bienestar resulta favorecida si los lazos que se comparten son culturales y no simplemente económicos.
Aunque se define a sí mismo como liberal, algunas de las propuestas de Kymlicka se pueden enmarcar dentro del comunitarismo. Así defiende la importancia de la cultura y de la sociedad en la formación de la identidad individual y reconoce la relación existente entre libertad y cultura.
Sin embargo, para Kymlicka la nación se define casi exclusivamente por la lengua, lo que no es del todo cierto. No apela a la historia común, por ejemplo, un factor que es decisivo para la formación de comunidades.
Uno puede preguntarse por qué al inicio del ensayo Kymlicka denuncia la existencia de fronteras, si más tarde reivindica una nueva forma de Estado-nación bastante incompatible con un mundo globalizado. Pero sus esfuerzos cobran sentido si se tiene en cuenta que toda su teoría no es más que una defensa de los derechos de las minorías nacionales. Por todo ello sus escritos acaban siendo una apuesta por un conjunto de naciones independientes con fronteras lingüísticas definidas.
Josemaría Carabante