Después de casi un siglo, la figura de Kafka se ha convertido en un icono literario de extraordinaria densidad. Quizá sólo encuentra paralelo en Dostoievski. Con una notable diferencia: lo que en Dostoievsky es el pathos forjado en los duros acontecimientos de su vida, en Kafka es el análisis de una intimidad incómoda (tímida, hipocondríaca y algo autopunitiva) que amplifica extraordinariamente estímulos bastante ordinarios. Con una consciente vocación literaria, vivisecciona los aspectos triviales y molestos de sus relaciones familiares, sus obligaciones de trabajo, sus aspiraciones literarias y sus titubeos sentimentales.
En la construcción del icono, se proyectaron, en primer lugar, las tensiones espirituales de su breve y enigmática obra; más tarde, la escrupulosa minuciosidad de sus diarios; y, más recientemente, las laberínticas reflexiones de su amplia correspondencia sentimental. Aunque todo este material está en curioso contraste con el recuerdo de sus contemporáneos que lo tenían por persona reservada, inteligente, sensata y cumplidora, de trato agradable y educado, y con frecuencia jovial. Max Brod, su gran amigo y promotor editorial, lo recuerda leyendo la primera parte de El proceso, muerto de risa. Y Janouch nos ha conservado un tratado de sensatez en sus Conversaciones con Kafka (Destino, 1998). Su sensibilidad ampliada era capaz de vivenciar y reflejar contrastes muy finos de la sensibilidad humana. Pero no se puede obviar la distancia entre biografía y literatura. Porque Kafka experimenta con todo lo que escribe. El «yo» hiperreflexivo de su escritorio no se identifica con el «yo» espontáneo que paseó por Praga.
Los años de las decisiones, como los llama Stach, son los que median entre 1910 y 1915. Es el periodo más creativo de la corta vida de Kafka. Toman forma entonces sus aspiraciones literarias y escribe apasionadamente La metamorfosis y El proceso, además de otros muchos bocetos e historias breves. Es también el periodo de su kierkegaardiana relación con Felice Bauer (más de quinientas cartas), que lo pone en cuestión en todas sus dimensiones. Stach se fija mucho en esto, porque es autor de otro libro sobre El mito erótico de Kafka (1987); y de una exposición, La novia de Kafka (1999), con el legado de la Bauer, que encontró en EE.UU. Recurre alternativamente a los diarios y a la correspondencia de Kafka. Y así consigue una obra interesante, con bastantes aciertos narrativos. Aunque, a veces, sobredimensiona los análisis y, en otros momentos, puntualmente, se deja llevar por consideraciones freudianas poco atendibles.