Debate. Barcelona (2003). 244 págs. 17,20 €. Traducción: Mercedes Corral.
La escritora Natalia Ginzburg (1916-1991) tiene la agradable virtud de hacer interesente y dar amenidad a todo lo que escribe. Ciertamente en España ha tenido y sigue teniendo, después de su muerte, suficientes lectores; tanto es así que la editorial Debate traduce y publica ahora esta obra aparecida en Italia en 1984.
La ciudad y la casa es una novela construida sólo con cartas. El protagonista y los otros actores -bastantes personas- de la historia, mínima y común en lo exterior, se escriben cartas unos a otros, aunque estén en la misma ciudad o cerca. Las cartas señalan la ciudad o lugar desde donde se escribe, mes y día, pero no el año; probablemente es ocurrencia de la autora o del editor para dar más larga actualidad a los sucesos, a la novela. De todos modos, por la mentalidad y costumbres y peculiares modos civilizados, bien podríamos estar en los años sesenta y setenta
Sin dramatismos, sin estridencias, como si de una sociedad cansada moralmente se tratara, y sin duda -a pesar de ser una sociedad italiana, que es en su mayoría católica, por tradición y de hecho- una sociedad sin Dios; al menos el pequeño sector humano, de la segunda edad, que Ginzburg presenta: pequeños artistas, pequeños intelectuales y profesores, pequeños hombres de negocios, pequeñas personas de edad, es decir, de una generación anterior, pero sin vigor interior ni convicciones espirituales, o sea, viejos acomodaticios a los nuevos tiempos. Tampoco los jóvenes presentados son gente viva, sino hastiada, como aburrida, herida de desgana y sin esperanza ni especiales metas que alcanzar en su vida.
Esta igualdad anímica no es excusa para esta que considero faceta negativa del libro de Ginzburg: todas las cartas parecen escritas por la misma persona. No hay tonos ni estilos distintos a pesar de que la carta pertenezca a un joven, a una solterona o al protagonista o a una madre de familia Sin embargo, permanece en pie lo dicho: la amenidad. Van ocurriendo cosas nuevas que hacen la lectura, no apasionante, pero sí entretenida.
Entretenida, a pesar de esas vidas casi apagadas, que parecen no advertir su paulatina extinción, como un cirio al borde de consumirse: divorcios, amantes adúlteros, hijos ilegítimos, homosexualidad, padres irresponsables, hijos medio abandonados y sin orientación ninguna Entretenida, no por morbosa, sino quizá por la esperanzada expectativa en el lector de que esas criaturas revivan en algún momento, esas criaturas hijas de un siglo en decadencia. ¿Es esa la voluntad, la intención de la autora: presentar -sin lección moral ni religiosa, sin moraleja- esa decadencia? Por supuesto que esta autora no pudo pretender una crónica de cansina superficialidad: Natalia Ginzburg nunca fue una frívola. Sea lo que sea, mi clave de lectura puede abrir al lector una mirada moral, de piedad activa, crítica hacia un modo de vivir que es un declinar hacia la nada.
Pedro Antonio Urbina