Muchas personas están sufriendo un auténtico agotamiento virtual. Viven por y para un mundo irreal que han convertido en lo único real. Son claramente dependientes digitales, hasta el punto de que la herramienta se ha transformado en una gran adicción. Esta nueva adicción está afectando a más personas cada día y cada vez más usuarios se están dando cuenta de que Internet no es la solución a sus problemas, sino que en muchos casos es un problema más. La pérdida de tiempo, la falta de concentración, la dispersión cognitiva o el estrés de estar siempre disponible, generan en algunas personas una auténtica crisis existencial.
Así las cosas, ¿seríamos capaces de sobrevivir sin internet y, a la par, no aislarnos del mundo? Es decir, ¿sería posible la desconexión sin poner en riesgo nuestra capacidad de trabajar, de relacionarnos con los demás, de conocer la actualidad o de realizar un mero trámite? Esto es lo que se plantea Enric Puig, doctor en Filosofía y profesor de la Universitat Oberta de Catalunya (UOC) en este libro. La respuesta, avalada por su propia experiencia y ejemplificada por la de diez casos más, es afirmativa: se puede vivir “exconectado”, neologismo que él usa, aunque se han de tener en cuenta algunos parámetros, como, por ejemplo, comenzar por eliminar las notificaciones para recuperar las riendas y decidir cuándo y cómo queremos acceder a las redes sociales.
El autor ofrece la historia de diez personas que han conseguido desconectarse (auténticos “exconectados”) y que, aun así, han seguido con su vida normal tanto a nivel personal como profesional, permaneciendo en sus entornos urbanos (excepto una). El resultado ha sido muy positivo: han comprobado que ha mejorado su salud mental y su calidad de vida. Los casos expuestos parecen exagerados; sin embargo, cualquiera puede sentirse reflejado en ellos. La adicción tiene nombres propios, pero también problemas comunes: la búsqueda sin resultado real de empleo o de relaciones amorosas, el enganche a los videojuegos o a ese universo virtual sin el que nos resulta imposible vivir, el miedo a que los hijos compartan nuestra misma adicción…
La gran adicción a Internet desvincula al individuo de su entorno comunitario y le hace perder el contacto con la realidad circundante por falta de un espacio en el que compartir los relatos reales con sus conciudadanos. En su lugar, dice Puig, impera el espacio del simulacro, que conforma, en sus muchas variedades especializadas, un espacio de intercambio basado en comunidades imaginadas, controladas verticalmente en una estructura de panóptico que se tambalea por momentos.
Aunque el perfil de quien decide desconectarse sería una persona entre 25 y 49 años, universitaria, de clase alta y con elevadas competencias digitales, el autor incluye también a adolescentes que creen que “el carácter subversivo de hoy en día está, precisamente, en no formar parte de estas redes sociales”.
La clave de la desconexión está, en cualquier caso, en volver a la conexión entre personas en un espacio compartido, en tornar a gozar del contacto humano presencial. Y llegará un día, concluye el autor, en que veremos ese comportamiento adictivo como algo anticuado, algo que se puso de moda durante unos años, y retomaremos entonces los senderos en los que lo presencial se concibe como una necesidad humana.