BAC. Madrid (2001). 121 págs. 1.300 ptas.
El autor es un conocido especialista en estética e historia del arte cristiano. Sus obras El arte sacro actual (1965), Introducción a la estética (1971) e Historia y sentido del arte cristiano (1996) son consideradas como clásicas en su género. Ahora afronta las relaciones históricas entre el arte y la Iglesia en un breve ensayo, publicado simultaneamente en Francia, Italia y España.
El propósito inicial es presentar el cristianismo como una religión artística. A lo largo de los siglos, el mensaje cristiano se ha materializado en numerosos logros: no solo en el ámbito de la ciencia y el pensamiento, sino también en el arte. Así, Plazaola describe la presencia del arte en el cristianismo desde los orígenes, en los primeros lugares de culto y en las más primitivas imágenes sagradas de capillas y catacumbas.
El siguiente apartado («Breve historia de la arquitectura cristiana») recorre los diversos estilos en que ha construido la Iglesia: las primeras basílicas paleocristianas y el arte bizantino, las iglesias románicas y las catedrales góticas, el renacimiento, el barroco y el rococó, los modernismos y las últimas construcciones en hierro y hormigón.
Después, con «Evolución histórica de la imagen sagrada», Plazaola revisa la imaginería religiosa cristiana. Describe con detalle los símbolos que aparecen ya en las catacumbas; los iconos y la disputa con los iconoclastas; el hieratismo románico y el naturalismo gótico; el color en muros, códices y vidrieras, así como la elegancia renacentista y la apología teatral de la Contrarreforma. Acabará hablando de la «crisis de la imagen sagrada en la era contemporánea», pues -en su opinión- se cae ahora en una excesiva abstracción al representar la divinidad. Propone el autor un equilibrio entre lo material y lo espiritual en el arte, consecuencia directa de la doctrina de la Encarnación de Jesucristo. El Dios hecho hombre asume la materia y la eleva. Así deberá hacer también el arte. De este modo se evitarán los extremos del puritanismo y de la iconoclasia, de la idolatría o del sensualismo, así como la tentación de suprimir el problema renunciando a representar la divinidad.
De esta manera se ponen de manifiesto las relaciones entre la Iglesia y los artistas, que no siempre fueron amistosas, aunque tampoco debieron de ser muy malas, a juzgar por los resultados obtenidos, también en la actualidad.
El autor concluye mirando al futuro y recordando el llamamiento lanzado por Juan Pablo II en 1999: la Iglesia necesita de los artistas, y viceversa.
Pablo Blanco