Visor. Madrid (1998). 126 págs. 1.480 ptas. Traducción: José Luis Arántegui.
El libro de Clair, director del Museo Picasso de París, dio origen a un debate cuando se publicó en Francia. El debate no es nuevo: se trata de analizar la responsabilidad que tiene el artista ante la sociedad, sobre todo en un siglo de guerras mundiales e ideologías totalitarias. Tampoco es nuevo ese debate en España, porque se trató con especial énfasis en los años finales del franquismo y durante la transición, cuando se intentaban escrutar -a veces de modo cercano a una caza de brujas- las relaciones y antagonismos de ciertos artistas con el régimen. Fuera de España se trató también esta cuestión, ya que el fascismo, el estalinismo y el nazismo tuvieron su estética propia.
Y es que el arte siempre ha sido especialmente contemplado por el poder político por sus posibilidades de propaganda, de consolidación y reafirmación del poder. El debate se cerró entonces por extinción cuando se reclamó un arte lúdico, despreocupado, desafecto del poder (aunque éste no sintiera la misma desafección por el arte).
Pero, hete aquí que se reabre el debate porque Clair considera que los artistas de hoy, caídas las ideologías, son los únicos que no han sufrido la crítica que ellas soportaron. Y Clair se pregunta: la estética ¿es el último coto vedado de las ideologías?; los artistas ¿deben seguir disfrutando de esa inmunidad? Para dar una respuesta, analiza el autor los actos de los expresionistas y sus relaciones con el nazismo; y termina por poner de cara a la pared a buena parte del santoral de la historia del arte del siglo XX.
No sólo entierra un poco más a los únicos supervivientes de las vanguardias, los expresionistas, sino que da una fuerte estocada a su lenguaje cuando, apoyándose en Popper y Gombrich, concluye que el expresionismo, con su inmediatez y visceralidad, rebaja la capacidad de representación del mundo, pues se ciñe a lo inmediato e impide el pensamiento elaborado y la teoría.
Por último, Clair también trata la cuestión de si es posible un arte universal, sin escuelas nacionales, con un lenguaje pictórico semejante al esperanto. Y decide que no le gusta: por cobarde, por desatender la historia, como «un arte amnésico que corriera por sí solo como un pollo decapitado». Hace unos años, Fukuyama nos sacó -brevemente- del tiempo cuando anunció el fin de la Historia. Clair no pretende restarle ni importancia ni vigencia a la Historia. Ni el arte ni la historia del arte están muertos. Sólo dice que su sentido social ha estado algo desvaído en los últimos tiempos.
José Ignacio Gómez Álvarez