Taurus. Madrid (2001). 139 págs. 1.950 ptas. Traducción: Miguel Ángel Ruiz de Azúa.
Este polémico ensayo de Giovanni Sartori ha zarandeado el discurso «políticamente correcto» sobre la emigración, que propugna una política de fronteras abiertas y olvida las dificultades de integración de los inmigrantes. Pero el libro no pretende ser un análisis documentado sobre los problemas de la inmigración en Occidente (más bien se echan en falta datos que obligarían a matizar las afirmaciones). Se trata de la reflexión teórica de un politólogo sobre la conmoción que supone en una sociedad pluralista la llegada de personas de otras etnias y culturas. Y su discusión con los que, en nombre del multiculturalismo, defienden unos derechos específicos de las minorías.
Sartori ve la inmigración actual como una amenaza para la sociedad pluralista de Occidente. La sociedad pluralista considera que la diversidad y el disenso son valores enriquecedores, pero a la vez supone que las distintas esferas de la vida (política, económica, religiosa…) están separadas. El pluralismo exige afiliaciones voluntarias y múltiples, no grupos cerrados y obligatorios. Pero esta diversidad tiene sus límites: «¿Hasta qué punto -se pregunta Sartori- una sociedad pluralista puede acoger sin desintegrarse a extranjeros que la rechazan?». Pero ¿por qué supone Sartori que vienen con ánimo de rechazarla y que son imposibles de integrar? Una cosa es que quieran vivir aquí sin cortar con sus raíces culturales y otra que no se adapten a la nueva sociedad en que viven.
Es curioso, por ejemplo, que se tema tanto la invasión audiovisual americana, acusada de imponer sus modelos en todo el mundo; y que a la vez no se tenga en cuenta cómo cambiará a los inmigrantes y sus hijos el vivir en el ambiente occidental, no ya el verlo por televisión. Pero Sartori transmite la impresión de que el inmigrante sólo busca vivir aparte y entre los suyos, sin integrarse en la sociedad que le acoge. ¿Por qué? Además, esos grupos sociales típicos de la sociedad acomodada occidental que viven en su urbanización exclusiva, que envían a sus hijos a un colegio para niños de su círculo social, y que en el trabajo sólo se codean con gente de su clase, ¿no viven en un grupo más cerrado y excluyente que el de muchos inmigrantes?
Pero, a fin de cuentas, lo que realmente preocupa a Sartori es la llegada a Europa de inmigrantes de países islámicos, a los que considera no integrables por provenir de una cultura que no separa política y religión. Ciertamente, puede ser más fácil la integración de inmigrantes de áreas culturales con las que hay mayor sintonía. Pero tampoco conviene olvidar la experiencia histórica sobre otros recelos selectivos: durante mucho tiempo la ley de inmigración en EE.UU. rechazó a los chinos, y hoy la minoría de origen asiático es la que presenta un mejor arraigo.
Da la impresión de que Sartori es especialmente alérgico a lo que pueda alterar una idea de laicidad consolidada en Europa, que implica recluir la religión en la vida privada. Por eso afirma que las diferencias étnicas y religiosas con los inmigrantes crean barreras insuperables que impiden su integración. Pero hay otro factor decisivo que Sartori no menciona: la diferencia económica. Después de todo, los jeques árabes nunca han tenido problemas de integración en la Costa del Sol.
Como heredero del liberalismo ilustrado, Sartori defiende también que la ciudadanía democrática exige iguales derechos ante la ley, sin que el Estado reconozca derechos particulares por razón de la pertenencia a un determinado grupo cultural. La pertenencia cultural -como la religiosa- se reflejaría sólo en la vida privada.
De acuerdo con esta postura, hace una crítica sin concesiones al multiculturalismo, que defiende la necesidad de medidas específicas orientadas a acomodar las diferencias culturales y étnicas. Para Sartori, «el proyecto multicultural sólo puede desembocar en un ‘sistema de tribu’, en separaciones culturales desintegrantes, no integrantes».
Sin duda, es un tema complejo, que merecería un análisis más detenido que el que permite este breve ensayo. Pero pienso que autores como Will Kymlicka, que han elaborado un concepto equlibrado de «ciudadanía multicultural», no se reconocerían en la visión que Sartori da del multiculturalismo.
El ensayo de Sartori plantea problemas reales, pero su modo de afrontarlos revela sobre todo temores. El temor del mundo rico a la invasión de los inmigrantes pobres («Europa está asediada», dice textualmente); la resistencia a tener que repensar una noción de ciudadanía distinta en parte de la acuñada por el liberalismo; miedo a la confrontación con otras culturas. Y el miedo nunca ha sido buen consejero político.
Ignacio Aréchaga