Planeta. Barcelona (2003). 186 págs. 18 €.
En la dilatada trayectoria literaria de Francisco Umbral, llena de muchos libros prescindibles y unos pocos luminosos (como Mortal y rosa), conviven varios tipos de novelas: sus episodios nacionales sobre la España de la posguerra, la novela directamente memorialística y la narración de ambientes decadentes y sórdidos. Su última novela, Los metales nocturnos, pertenece a esta última tendencia. Umbral recupera aquí su ideal estético de la fascinación del mal, la transgresión, la descripción de mundos decadentes, donde se entremezclan los placeres del sexo, la droga y el alcohol, que conviven con la otra cara de la moneda: la autodestrucción.
El argumento, localizado en el Madrid de fines del siglo XX, cuenta las peripecias noctámbulas de Jonás, un escritor traspasado de malditismo que, en una noche ciertamente rocambolesca, recorre diferentes escenarios urbanos hasta acabar en la cárcel acusado de asesinato. En este peregrinaje, el protagonista, que posee algunos rasgos del propio Umbral, tiene un irónico encuentro con el escritor Francisco Umbral, convertido en personaje de la novela, escenas que el autor aprovecha para trazar un retrato cínico de sí mismo y de algunas de sus obsesiones literarias y periodísticas. Ese recorrido nocturno también le sirve al autor para pintar diversos escenarios de un Madrid sombrío, donde la desesperada búsqueda del placer a cualquier precio suele tropezar con la violencia y la muerte.
Hay excelentes momentos narrativos y estilísticos, que vuelven a demostrar la arrolladora fuerza verbal de un autor que maneja el lenguaje con auténtica destreza y brillantez. Sin embargo, como sucede con otras muchas novelas de este prolífico autor, el derroche lingüístico es insuficiente para que sus novelas no naufraguen. En esta ocasión, a la habitual endeblez de la arquitectura hay que sumar unos personajes que pertenecen a una España un tanto rancia que Umbral se empeña en mantener con vida. Además, como también sucede en otras novelas suyas, la obsesiva presencia de la literatura (autores, citas, lecturas, tópicos) ahoga la escasa sensación de vida y realidad que transmite. Y junto con este anacronismo estético-vital hay que destacar también la reiteración en unos mismos mensajes, que en sus escritos ya han acabado por convertirse en clichés, en tristes consignas de un mundo mental e ideológico ya superado.
Adolfo Torrecilla