MR Ediciones. Madrid (2003). 362 págs. 18 €. Traducción: Manuel Serrat Crespo.
Buena parte de los atentados que hoy cometen los grupos terroristas islámicos tienen como protagonistas a fanáticos que matan muriendo. ¿Quiénes son y qué les mueve a inmolarse? A esto intenta responder el libro de Farhad Josrojavar. Nacido en Teherán en 1948 y director de estudios de la Escuela Superior de Estudios de Ciencias Sociales, en París, Josrojavar fue testigo de la revolución islamista en su país.
Huelga decir que en el islam caben muchas interpretaciones acerca de cuándo es necesaria la «guerra justa». Josrojavar se muestra partidario de la interpretación «pacifista» del clérigo chiíta Murtada Mutahari. Según éste, los 114 capítulos (azoras) del Corán pueden dividirse en cuatro grupos: los pacifistas, los que al menos afirman que la adhesión al islam es voluntaria, los que defienden la guerra justa (en caso de agresión contra el islam) y los que predican de modo absoluto la guerra santa. Para Mutahari, existe una jerarquía entre las azoras, ya que el texto no se entiende sin el contexto en que fue escrito (las azoras belicistas, en situaciones de guerra) y sin acudir a las explicaciones del propio Mahoma, que no tenía intención de imponer la religión ni de agredir a quienes respetaran las sociedades islámicas.
La crisis de las sociedades musulmanas a lo largo del siglo XX facilitó la extensión de una interpretación islamista del Corán, sobre todo a cargo del movimiento «Hermanos Musulmanes», creado en 1928.
Según Josrojavar, la clave del actual auge del terrorismo suicida se debe a la extensión de una idea secularizada del martirio, a partir de la interpretación que un clérigo iraní, Ali Shariati (1933-1977), hizo del hecho que supuso la división del islam en dos grandes corrientes: la muerte (ashura) del caudillo chiíta Husein en el año 680.
Tradicionalmente, se veía a Husein como un ejemplo admirable pero inimitable de persona que, en protesta frente a una sociedad injusta, acepta una muerte que conoce como inevitable. Shariati aseguró que el martirio no era una vocación extraordinaria, sino algo al alcance de cualquier persona. El premio del que se arroja a una muerte cierta es superior al del simple héroe de guerra: es martirio, por tanto, cualquier acción destructiva de una sociedad que se considera injusta.
Esta forma de pensar se popularizó en Irán, contra lo que podríamos pensar en Occidente, una vez fracasada la revolución islámica. Ésta, según Josrojavar, ya había fracasado cuando Sadam Husein agredió, con ayuda occidental, a Irán. Los jóvenes persas desencantados se alistaron entonces masivamente en las brigadas suicidas (Basiye), para ir a morir al frente. De esta forma, abandonaban este mundo traidor dejando a sus familias el honor de que de ellas saliera un mártir.
Despersonalización del enemigo
Shariati, que había ya muerto, no podía prever que su doctrina superara la barrera entre chiítas y sunitas, haciéndose popular entre palestinos, argelinos, chechenos, etc. Nótese que el proceso secularizador de esta doctrina la convierte en mero impulso («revolucionario») destructivo, algo que nada tiene que ver con la religión. Con su muerte martirial, Husein daba testimonio contra la corrupción del islam a manos de los califas (caudillos del sunismo). Hoy, todos los que tienen algo que ver con el sistema opresor que está «al otro lado» son susceptibles de ser destruidos. Si bien se afirma el mérito personal del mártir, se niega todo carácter personal a los que quedan en el otro bando. El «no matarás» (a un inocente), que es también sagrado en el islam, ha sido borrado.
El chiísmo tenía algo de «religión de perdedores», y esta versión secularizada ha cundido en grupos marginados. En concreto, Josrojavar afirma que existen dos tipos principales de mártires: los nacionales (palestinos, argelinos, etc.) y los «sin tierra» (Al-Qaida). Unos y otros saben que no van a ganar, pero tienen algo que ganar con su muerte martirial. Los primeros alivian los sufrimientos de su nación, los segundos al menos destruyen la sociedad que consideran satánica. Por supuesto, queda la promesa del cielo. Y algo más, por ejemplo para los palestinos. En la franja de Gaza hay 18.000 habitantes por kilómetro cuadrado, más de las tres cuartas partes en paro. Arabia Saudí e Irán rivalizan por hacer llegar a las familias de los suicidas suculentas recompensas (Arabia Saudí 5.300 dólares, Irak desde 10.000 hasta 25.000, en caso de que resultaran muertos ciudadanos israelíes).
Las características de Al-Qaida son relativamente conocidas: se trata de personas que conocen muy bien Occidente, la sociedad que demonizan y pretenden destruir, porque han nacido o se han educado en ella. No son nacionalistas, sino que «su patria es el islam», una utopía nihilista, ya que se construye destruyendo: por ello están también dispuestos a matar y morir en atentados suicidas.
Josrojavar no propone soluciones. Para él está muy claro que Al-Qaida no logrará destruir a Occidente. Pero no hace falta ser muy inteligente para concluir que, mientras no se fomente una interpretación moderada del islam, se deje a las sociedades islámicas pudrirse en la miseria, y a las dictaduras islamizantes pagar a los terroristas, tendremos muchos muertos que lamentar.
Santiago MataSelección de textosDos tipos de martirio. El primero, bastante clásico, se refiere a los que aspiran a la construcción de una colectividad soberana y que, ante la imposibilidad de lograrlo, adoptan la muerte sagrada, para aportar así su contribución a la edificación de una nación después de ellos, es decir, para suprimir con ellos al mayor número de enemigos. (…) Junto a ese martirio clásico, existe otro, más desconcertante en sus aspiraciones. Reivindica la realización de una comunidad mundial encarnada por el universalismo islámico, que destruya la potencia del Mal que a ello se opone: el Occidente personificado por América pero también, en menor medida, por las demás sociedades occidentales.
La multiplicidad de estos fenómenos y la especificidad de cada caso son ocultadas, en parte, por el recurso a dos temáticas principales del islam: la yihad y el martirio. El recurso a estas representaciones da una universalidad al sufrimiento de los unos y los otros y puede hacer creer en un solo y único móvil. De hecho, hay todo un mundo de diferencias entre el palestino que reclama una nación, el checheno que desea independizarse de Rusia, el bosnio que exigía la retirada del ejército serbio por una parte y, por la otra, los partidarios de Al Qaeda que pretenden destruir el imperialismo occidental. Quieren la destrucción de Occidente no para sustituirlo por un orden tangible, como sucedía con la izquierda revolucionaria, sino para hacer añicos un mundo pervertido y arrogante sin ser por ello capaces de reemplazarlo por otro principio de orden universal.
(…) En cierto sentido, las muertes del segundo tipo son trágicas e inútiles: trágicas porque se trata de la muerte de varios miles de personas sin participación directa en una guerra no declarada y no definida explícitamente por retos claramente delimitados. Inútil porque la destrucción de la totalidad occidental reclamada por estos movimientos es imposible sin el derrumbamiento del mundo a secas, pues lo que se denomina inapropiadamente Occidente forma ya parte del acervo de la humanidad hasta el punto de que su propia extensión afecta al imaginario y las condiciones de vida no sólo de sus protagonistas sino también de sus adversarios.
En el corazón de Occidente. La pregunta es, entonces, la siguiente: ¿cómo comprender ese impulso hasta la muerte de grupos de hombres que se dan muerte y pretenden también hacer que mueran los demás? (…)
Para tomar conciencia de la universalidad del mensaje islámico y entregarse a una neo-umma global, es preciso estar en el propio corazón de Occidente, en sus ciudades mundializadas, en las global cities donde todo está presente, pero donde todo se encuentra, en cierto sentido, en un estado de profunda inestabilidad, de mutuo rechazo y de malentendidos culturales. En ciudades como Nueva York, París, Londres, Madrid, Hamburgo, Roma, Los Ángeles o sus arrabales, es donde el proyecto de un islam mundializado vinculado a una neo-umma que trasciende las fronteras nacionales puede ver la luz. Esta idea no podría germinar en otro lugar que en el propio corazón de Occidente, en sus megalópolis más modernas, y no en las aldeas o ciudades poco modernas de los países musulmanes.
Los miembros de Al Qaeda que originaron los atentados del World Trade Center no son gente ajena a la vida en Occidente o poco al tanto de la modernidad. Están, muy al contrario, sobradamente al tanto del mundo occidental para creer en su superioridad intrínseca o no entablar el combate por sentimiento de inferioridad y pavor. Esa explosiva mezcla de participación en la modernidad y de negativa a reconocer el islam en el mundo es, a su modo de ver, lo que da lugar a su revuelta y alimenta su odio. Sienten que el islam es maltratado y los musulmanes reprimidos. Sienten también que el islam que estaba antaño en el centro del mundo civilizado, dominador y seguro de sí mismo, sólo es ahora una periferia manipulada y marginada de un Occidente truculento e inmoral. (…) Sin embargo, quienes emiten este veredicto están, en cierto modo, profundamente influidos por Occidente. No están submodernizados, la mayoría de ellos no son maltratados ni marginados en el plano económico (numerosos son, en el propio Occidente, los que son mucho más pobres y están mucho menos integrados social y económicamente que la mayoría de ellos).