El caso de Vargas Llosa es un símbolo de cuánto pueden la constancia y la determinación en el futuro de un escritor que lucha contra las adversidades y las opiniones dominantes. En 1962, con tan sólo veinticuatro años, obtiene el premio Seix Barral con La ciudad y los perros, una novela muy crítica contra el estamento militar que, por el hecho de estar ambientada en Lima y no en Madrid, pudo sortear la censura española.
En aquella década, Vargas Llosa parece poseído por una vertiginosa inspiración. A La ciudad y los perros le sigue La casa verde. Para ambientarse, el autor no duda en viajar a la selva amazónica y escribir un millar de páginas antes de suprimir lo accesorio y llegar a la versión definitiva. Todavía mayor es el trabajo que se impone en su siguiente novela, Conversación en la Catedral, acaso la más ambiciosa y sofisticada que nunca haya compuesto.
En la década del setenta comprende que para su futuro profesional es importante la proximidad con la industria editorial española y se traslada a Barcelona, capital de la gauche divine catalana y punto de referencia de los escritores del Boom. Poco más tarde, el joven intelectual revolucionario evoluciona ideológicamente hacia el neoliberalismo, tras su desencanto con el régimen de Fidel Castro. Así, Vargas Llosa se convierte en algo más que un escritor para las élites letradas: sus juicios sobre la realidad política y social de Hispanoamérica tienen eco inmediato en los medios de comunicación de los dos lados del Atlántico. Se podrán discutir sus opiniones –escandalosas para el izquierdismo bienpensante–, pero no su talento de polemista.
Con todo, Vargas Llosa es un escritor de raza. Es notable cómo su compromiso político nunca ha alterado su ritmo de producción literaria. El novelista peruano ha recorrido una extensísima deriva con numerosos altibajos. Los puntos más altos de la obra de Vargas Llosa están, sin duda, en los tres grandes libros de los años sesenta, además de Los cachorros, La guerra del fin del mundo y La fiesta del chivo, quizá su mejor novela, inigualable y espeluznante alegato contra las dictaduras.
En todas estas obras Vargas Llosa hace alarde de una gran imaginación argumental, que no excluye aspectos asombrosos y truculentos. No en vano él mismo ha reconocido que el folletín romántico o la telenovela sentimental, junto a ciertas lecturas de culto (Onetti, Flaubert, Faulkner, etc.), han influido de forma decisiva en su creación. De ahí quizá provengan los “demonios” que -según su propia expresión- asedian su narrativa: el poder imaginativo de la literatura, la rebeldía contra la autoridad, la transgresión permanente de la moral y la valoración de la libertad del individuo.